Decía el otro día que me quedaba pendiente el análisis del impacto de la reforma de la estructura tarifaria en el ahorro y la eficiencia energética, y aquí está. Parto de la base, como en el anterior artículo, de que la estructura de costes actual del sistema eléctrico español es tal que tiene sentido una tarifa en la que la parte fija es la principal componente, y el término de energía puede llegar a ser incluso anecdótico.
El siguiente aspecto a introducir, y que será fundamental para entender mi conclusión, es cómo determinar el nivel óptimo de ahorro y eficiencia energética. Porque ya adelanto que esto no se trata de “cuanto más mejor” (y tampoco de “cuanto menos mejor”). El ahorro y la eficiencia tienen beneficios, pero también costes, no todo son medidas gratuitas (aunque las hay). La clave es encontrar el punto en el cual los beneficios superan a los costes, y no me refiero sólo a los económicos, por supuesto.
Habitualmente se considera que el nivel de ahorro y eficiencia energética que tenemos en nuestros procesos de generación y consumo de energía no es el óptimo desde el punto de vista social. Esto se debe a múltiples razones: fallos de mercado, sobre todo asociados a procesos de información imperfecta o asimétrica, pero también a externalidades medioambientales; fallos del regulador al diseñar tarifas o incentivos; y barreras de mercado, que es como se suele considerar el que los mercados no funcionen de forma tan fluida, o tan racional, como podríamos esperar. Un ejemplo de estas barreras es el hecho de que los consumidores domésticos no tienen muy en cuenta el precio de la energía en sus decisiones (sí, ya sé que cuando sube la tarifa se monta el lío, pero eso es otra cuestión). Como decía, la presencia de estos fallos y barreras hacen que el nivel de eficiencia, o de ahorro, no sea el socialmente y racionalmente óptimo. De ahí el interés de muchas instituciones en promover un mayor esfuerzo en este sentido.
Ahora bien, la forma de promover el nivel “correcto” de ahorro y eficiencia es precisamente corregir los fallos y tratar de aliviar las barreras. Por ejemplo, tratando de que los precios de la energía recojan adecuadamente todos los costes que supone generarla y transportarla; facilitando más información a los usuarios sobre sus usos y costes (por ejemplo, con contadores inteligentes); o haciéndoles más conscientes de las implicaciones de sus decisiones.
Esto es precisamente lo que sucede cuando hacemos que los términos de energía y de potencia de la tarifa recojan mejor los costes subyacentes: trasladar de forma apropiada la señal a los consumidores, corrigiendo alguno de los fallos del mercado (bueno, en este caso del regulador), y de esta forma ayudándoles a tomar la decisión correcta en materia de ahorro y eficiencia. Si la estructura de costes del sistema es tal que la tarifa resultante es fundamentalmente plana, el resultado en términos de ahorro y eficiencia será el apropiado. Como decía el otro día, si los costes vienen de los elementos fijos, la respuesta racional, y la que optimiza la eficiencia energética, es bajar el término de potencia (que además, no olvidemos, también permite generalmente bajar el consumo, como cuando compramos una nevera o un lavavajillas más eficiente).
Y la situación anterior, en la que se mantenía un término de energía “ficticio”, estaba sobreincentivando (desde este punto de vista) el ahorro energético. ¿Por qué? Porque estaba dando una señal demasiado fuerte al usuario del ahorro económico a lograr cuando se ahorraba energía, porque no se correspondía con el ahorro de costes del sistema.
Alguien podría decir: Sí, ya sabemos que antes estábamos sobreincentivando la eficiencia. Pero es que de esta forma corregíamos otros fallos y barreras que no estábamos tratando de forma adecuada, como por ejemplo el impacto ambiental. Puede ser. Pero, ¿debemos de verdad aspirar a esto?¿A un sistema en el cual compensamos un error con otro, sin saber cuál es el resultado neto? ¿Es que alguien ha hecho los números y ha descubierto que efectivamente era así? Además, habría que preguntarse si realmente logramos algo subvencionando la eficiencia, cuando, según algunas de nuestras investigaciones, el problema no es económico (como decía antes, hay medidas de eficiencia que ahorran dinero y no se hacen), sino de otro tipo. Si subvencionamos algo que ya interesa económicamente, estamos tirando el dinero.
Es mucho mejor que cada palo aguante su vela, que puede ser la traducción española de la regla de Tinbergen, “un objetivo, un instrumento”. Por un lado, deberíamos tener una tarifa que recoja bien los costes y traslade las señales adecuadas. Esto incluye por supuesto cargar las externalidades medioambientales o de cualquier otro tipo que consideremos, y también incluye el no cargar a la tarifa con costes que no le corresponden (porque deben ir a presupuestos o a todos los consumidores energéticos). Y además, debemos tener un sistema, o unas políticas, que corrijan los fallos de información y que rebajen las barreras que existen para la eficiencia. Pero sin mezclar churras con merinas.
No hay que olvidar lo de usar un único instrumento (un término de energía artificialmente alto, en este caso) para lograr todos estos fines no resulta gratis: sí, estaremos desincentivando el consumo, pero estamos incentivando la inversión en potencia, que puede estar causando más problemas. Y además creando más confusión, en lugar de más información, que es lo que hace falta. Mientras no tengamos las cuentas claras, y las transmitamos así, todo lo demás es simplemente enfangar el panorama, para ganancia de algunos, y no de la sociedad.
Pedro Linares es Vicerrector de Investigación e Internacionalización en la Universidad Pontificia Comillas, co-fundador y director de Economics for Energy y director de la Cátedra BP.
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