Nos quejamos del desmantelamiento de Endesa que se anuncia. Y de que la italiana Enel está haciendo su agosto con la multinacional española. Pero es justo reconocer que esta es la historia de una muerte anunciada. Porque estaba cantado que, antes o después, Endesa terminaría pagando el precio de su pecado original: nunca fue una empresa competitiva en el sentido más genuino de la palabra. Recordemos sus orígenes. La denominada Empresa Nacional de Electricidad (Endes) nació con los fulgores del franquismo, en el seno del Instituto Nacional de Industria, con un objetivo principal: sacar brillo al carbón nacional. Este era el mandato inicial de Endes en aquella España en la que la electricidad era un reino de taifas que se dividía a su antojo la oligarquía del régimen, con acceso directo al despacho de El Pardo. En aquella España de más sombras que luces, Endesa, al amparo del INI y sin acceso directo al mercado, encontró su particular fórmula de éxito: las subvenciones. Así fue como medró durante décadas vendiendo al sistema los kilovatios negros a precio de oro. Cierto que en la vieja Endesa había trabajadores y técnicos esforzados en conseguir que unos carbones, con más ganga que mena, más tierra que kilocalorías, fueran combustibles y capaces de generar el vapor necesario para mover las turbinas, pero esa es otra historia. Porque todos sabían que el dinero de Endesa nunca se generó en los procesos de producción. Se generaba en los despachos. Los beneficios de Endesa se producían por decreto, a golpe de orden ministerial. Por eso no importaba el precio del carbón, ni su calidad, ni que la plantilla se desbocara o se disparara la nómina. Todo lo cubrían las compensaciones. Con los años, cumplida la transición, una vez que Felipe González ganó las elecciones, a los socialistas les gustó la fórmula. Y se dispusieron a hacer de Endesa el gran campeón eléctrico español. Primero fueron las anexiones de Gesa y Unelco, los sistemas insulares de Baleares y Canarias. Después, el control de Sevillana de Electricidad. Más adelante, la salvación de Fecsa, la eléctrica arruinada por la oligarquía catalana. Eran los tiempos felices de Feliciano. Endesa compraba el sector con el dinero extra que ganaba en las liquidaciones del sistema. Claro que a cambio tragaba sapos y culebras, quedándose con lo que nadie quería. Así fue cómo se gestó la gran Endesa, en los días en los que “Caperucita Roja” era directora general de la Energía. Los socialistas, perseverando en la fórmula del franquismo, hicieron de Endesa un gran gigante. Un gigante, como denuncié entonces desde Enerpress, con los pies de barro. Porque el problema era que Endesa no sabía competir. Nadie le había enseñado. Ni tenía práctica de mercado. Así fue como, después de una privatización con más pena que gloria, de la que algunos sacaron pingües beneficios, Endesa se vio en el brete de competir, siquiera fuera un poquito, a la hora de captar capitales. Y el gran castillo de naipes, levantado a golpe de decreto y orden ministerial, amenazó con derrumbarse. A duras penas logró resistir los envites de EON, pero quedó maltrecho, con las murallas agujereadas y los torreones arruinados, a merced del próximo asalto. Endesa tenía las vergüenzas al aire y ya no había muros de contención ni margen para decretos salvadores. No importa, porque los socialistas habían vuelto, contra todo pronóstico, a ganar las elecciones, y allí estaba Zapatero, con su master de economía en dos horas debajo del brazo, dispuesto a conseguir el título de peor presidente del Gobierno de la historia de España. Y mira que los ha habido malos. Corría el año 2007 y Zapatero, cada día más centrado en su papel de optimista patológico, tuvo una de sus ocurrencias. Para salvar Endesa la entregó a sus enemigos, poniéndola en manos de sus amigos de Acciona y de Enel, otra empresa construida a golpe de decreto. Zapatero fue el colaborador necesario de aquella operación que terminó en fiasco, como otras tantas ocurrencias suyas. Porque los amigos de Acciona abandonaron pronto el barco, en cuanto sacaron tajada, dejándolo a la merced de Enel. De la noche a la mañana, los españolitos de a pie se enteraron de que nuestra Empresa Nacional de Electricidad era… italiana. La traición se había consumado. Aunque solo fuera por su condición de leonés y la vinculación de la región con Endesa, ZP debería haber buscado otra solución menos lesiva para los intereses de la eléctrica. Pero el mal ya estaba hecho, aunque los nuevos dueños, expertos en nadar entre dos aguas, tardaron un poco más, siete años mal contados, en quitarse el antifaz de lobo feroz para despedazar a Endesa. Lo dicho, a la hora de hacer el reparto de responsabilidades, la principal no es solo de Enel, que, a fin y a la postre, solo se propone hacer lo que más conviene a sus intereses, aunque sea a costa de sacrificar el futuro de Endesa. Si Endesa está como está es porque “aquellos polvos trajeron estos lodos”. El problema es que, a estas alturas del cuento, ya nadie cree en Caperucita Roja. Miguel Ángel Pérez Marqués es consultor y miembro del Consejo Editorial de El Periódico de la Energía