El sector energético se encuentra permanentemente inmerso en un contexto de vertiginosos cambios de las capacidades tecnológicas, la disponibilidad de recursos y los precios de las materias primas, Un marco que favorece que las conclusiones obtenidas a partir del más riguroso y concienzudo análisis de datos puedan convertirse en papel mojado con relativa rapidez. En el mundo de la energía los datos -o, si lo prefieren, los hechos- suelen experimentar cambios significativos a una velocidad pasmosa. Una velocidad, por cierto, mucho mayor de lo que tardan en cambiar las convicciones de los ciudadanos, lo que conlleva la indeseable derivada de que muchos posicionamientos y opiniones acostumbren a fundamentarse en una información obsoleta.
Para ilustrar de una manera simple la cambiante naturaleza de los datos que sirven de base a los análisis energéticos, les propongo centrarnos, aparcando momentáneamente otras importantes variables, en los precios de los combustibles fósiles, que en 2017 representaron cerca de tres cuartas partes del consumo total de energía primaria en nuestro país. Un ejercicio que podemos abordar utilizando las tablas de datos que acompañan al “BP World Energy Outlook 2018” y ciñéndonos al periodo comprendido entre el año 2000 y el 2017.
A grandes rasgo, en dicho intervalo de tiempo, los precios medios anuales del petróleo Brent experimentaron marcadas variaciones, con un mínimo de 24,40 US dólares por barril en 2001 y un máximo de 111,67 US dólares en 2012. Los precios medios anuales de las importaciones de gas natural en el mercado alemán también mostraron grandes oscilaciones, situándose en una horquilla comprendida entre el mínimo de 2,91 US dólares por millón de BTU del año 2000 y el máximo de 11,60 US dólares del 2008. Y algo similar sucedió con el carbón en el mercado del noroeste de Europa, con marcadas fluctuaciones comprendidas entre el mínimo de 31,65 US dólares por tonelada correspondiente al año 2002 y el máximo de 147,67 US dólares de 2008. Reparen que, incluso considerando valores medios anuales para suavizar los exagerados vaivenes ligados a la volatilidad en el corto plazo, las diferencias entre los valores mínimos y máximos de los precios durante el periodo considerado son de más del 450% para el petróleo, de cerca del 400% para el gas natural y de más del 460% para el carbón.
Con cambios de precios de esta magnitud convendrán conmigo que, por ejemplo, las discusiones sobre el valor económico comparativo de un tipo de combustible u otro resultan un tanto peregrinas. Alguien que, dejando de lado las externalidades medioambientales y las consideraciones sobre la seguridad, fiabilidad y calidad del suministro, debatiera los méritos económicos del gas natural sobre el carbón, se habría encontrado en 2006 en una posición argumental mucho más débil que si dicho debate se hubiera celebrado en 2008. En el sector energético, dos años, es decir, la mitad de un ciclo electoral normal, pueden marcar grandes diferencias.
Y es que, históricamente, los precios de las materias primas energéticas aparecen sujetos a acontecimientos de naturaleza relativamente imprevisible, pero de gran impacto sobre el sentimiento del mercado en torno a la posible evolución de la relación oferta-demanda. Uno de estos tipos de acontecimientos son los geopolíticos, como, por ejemplo, los asociados a las dramáticas escaladas de los precios del crudo en respuesta al conflicto árabe-israelí del Yom Kippur, la revolución iraní, las dos guerras de El Golfo y las turbulencias de la “Primavera Árabe”. Otras veces se trata de eventos meteorológicos, como, por ejemplo, las subidas del precio del petróleo y del gas natural ligadas al devastador impacto del huracán Katrina sobre las infraestructuras de refino y reprocesado en el Sudeste de los Estados Unidos. Y, en otros casos, podemos encontrarnos con sorpresas más o menos predecibles tales como crisis financieras y económicas, regionales e incluso globales. Todo ello aderezado con dosis variables de inestabilidad social y política en algunos de los principales países productores, cambios de gobierno y de las políticas comerciales en dichos países o en los grandes consumidores, imposición o retirada de sanciones comerciales, amenazas de interrupciones o restricciones del tráfico en determinados cuellos de ampolla del transporte marítimo, conflictos laborales y huelgas, cierre de minas, etc
Un elevado grado de complejidad, como el ilustrado mediante el ejemplo del comportamiento de los precios de los combustibles fósiles, erosiona nuestra capacidad de gestionar racionalmente los sistemas energéticos. Por otra parte, complejidad y cambio resultan corrosivos para la gobernabilidad y los esfuerzos de cooperación entre todos los actores sociales, ya que, inevitablemente, la aparición de una nueva tendencia genera dudas, discusiones y disensiones sobre si esta puede consolidarse o tan solo es un fenómeno pasajero. Con estas condiciones de contorno, limitarse a gestionar la política energética en base a la simplicidad exigida por políticas populistas y urgencias electoralistas, constituye una solución fácil, pero no nos lleva por el camino acertado.
Cesar electrico
20/10/2018