Frente a distintas iniciativas como la limitación de tráfico en el centro de algunas ciudades o la anunciada prohibición de coches de combustión para 2040 que figura en el Anteproyecto de Ley de Cambio Climático, que ha presentado recientemente el Ministerio para la Transición Ecológica, ha surgido una vehemente, ruidosa y no siempre bien documentada oposición cuyo lema podría ser perfectamente: “no sin mi coche”.
Un frente indignado que se siente atacado en el sacrosanto derecho de ir en su coche por encima de cualquier otra consideración como si la libre circulación de las personas requiriera inexorablemente de las cuatro ruedas de nuestro vehículo. Obviamente esta es la caricatura de una corriente de opinión que va desde la crítica razonada, argumentada con más o menos acierto a determinadas medidas hasta los insultos que inundan tantos foros digitales en los que se ha iniciado una penosa cruzada que, una vez más, confunde en muchos casos determinada ideología y la consideración de los temas medioambientales.
Se puede, ¡faltaría más!, criticar o discrepar de la forma, la dimensión o el calendario con el que el equipo que gobierna el Ayuntamiento de Madrid ha planteado el proyecto Madrid Central. Se puede lamentar que un vehículo adquirido hace pocos años vaya a perder drásticamente su valor por las prohibiciones que están por venir y que incluso podrían dar lugar a la reclamación de compensaciones en su momento.
Lo que considero un error de grandes dimensiones es ignorar las motivaciones de estas y otras medidas y reivindicar el derecho a que todo siga igual. Un error que puede ser comprensible en el ciudadano poco informado pero que es de libro en el caso de algunos sectores que, en un esfuerzo similar al de poner puertas al campo, quieren perpetuar su negocio poniendo sus intereses por delante de los generales. Esto último no es nuevo, lo conocemos y muy bien en el sector energético, pero cada día más los retos a los que nos enfrentamos, su carácter global y su potencial arrollador, hacen que el intento de defender cada uno su chiringuito puede resultar patético.
Hablo, por ejemplo, del sector automovilístico español que, si hace un año demostraba su escasa visión de futuro en una carta —misiva rubricada son similar miopía por los sindicatos— al anterior Ministro de Industria y Energía en la que exigía un portazo al vehículo eléctrico, ahora vuelve a demostrar que no están a la altura del escenario al que nos enfrentamos poniendo el grito en el cielo por las prohibiciones a los vehículos dieses y gasolina que el Gobierno ha situado en 2040, horizonte que sin duda los acontecimientos nos obligarán a adelantar.
La transición energética en la que estamos inmersos no es un capricho, ni de una ideología, ni un determinado gobierno, ni de un equipo municipal del signo que sea. Nos enfrentamos a una amenaza que no es sino el resultado de un largo e intenso proceso de degradación de la relación del ser humano con su entorno. El conjunto de la humanidad se enfrenta a las consecuencias de un fenómeno que va a cambiar nuestras condiciones de vida, un fenómeno que lleva mucho tiempo en primera página de la actualidad, aunque pocos se han atrevido hasta ahora a llamarlo por su nombre: cambio climático.
No es ajeno al calentamiento global nuestro modelo de movilidad basado en el uso individual de una máquina de gran peso propulsada por la quema de combustibles fósiles. Baste este argumento para que seamos conscientes de que nuestro coche, “mi coche”, es un elemento, de entrada, a reconsiderar. Ya lo hemos empezado a hacer, con todas las dificultades imaginables, al cambiar la combustión por la electricidad, camino que se encuentra con aficionados a criticar y limitar su capacidad de expansión por problemas que en algunos casos están en vías de resolver y en otros, sencillamente son inventados.
Hemos dado un paso gigantesco con el coche compartido, el vector a mi entender más disruptivo y que responde a una lógica aplastante: ¿realmente tenemos la imperiosa necesidad de tener un vehículo aparcado en el garaje el 97% de su tiempo o necesitamos sistemas para desplazarnos de un lado a otros lo más cómodamente posible?
Si centramos el foco en el ámbito urbano hay dos argumentos que sorprendentemente se ignoran en el debate sobre la forma en la que nos desplazamos. El primero de ellos afecta especialmente a los vehículos diésel responsables de las emisiones de que cada año matan, sí matan en nuestro país a más de cincuenta mil personas. No son solo nuestros coches los que contaminan el aire de nuestras ciudades y es justo reclamar la misma respuesta contundente frente, por ejemplo, a las calefacciones que todavía queman carbón o gasoil, pero el humo de nuestro coche, de “mi coche”, contribuye a esta tremenda estadística.
Otro elemento fundamental y que es muy valorado allí donde se han dado los pasos en esa dirección es la recuperación del espacio público para los ciudadanos en su condición de peatones que a fin de cuentas lo somos todos. Nos hemos resignado a que las ciudades se ordenen pensando en primer lugar en el tráfico rodado, ocupando en muchos casos los viales y plazas de aparcamiento hasta el 75 % del espacio público. Sin embargo, allí donde se ha invertido la situación peatonalizando grandes zonas del centro urbano como en Pontevedra o Vitoria, los vecinos no permitirían nunca una marcha atrás.
La transición energética además de una necesidad es una inmensa oportunidad para cambiar muchas cosas ineficientes de nuestro sistema económico, productivo, pero también para mejorar nuestra calidad de vida y estoy convencido de que ser propietario de un vehículo a cuatro ruedas no será el elemento necesario e imprescindible.
Sergio de Otto es patrono de la Fundación Renovables
Dabama
26/11/2018