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Mariano Marzo. FOTO: UB.
Mariano Marzo. FOTO: UB.

Carl Sagan decía que “vivimos en una sociedad profundamente dependiente de la ciencia y la tecnología, en la que tan solo una minoría sabe algo o está interesado por estos temas”. Una situación que para Sagan, defensor a ultranza del pensamiento crítico y del método científico, constituye “una receta segura para el desastre”. Ciertamente, la comunicación con la sociedad resulta hoy en día una tarea obligatoria para los científicos. Aunque no resulta nada fácil.

Por lo general, cuando los científicos tratamos de comunicar a la sociedad nuestro conocimiento sobre un determinado tema, lo hacemos a sabiendas de que nos dirigimos a diferentes actores sociales o grupos de interés (stakeholders) cada uno de los cuales engloba, a su vez, una amplia heterogeneidad de individuos, que no sólo tienen un nivel de conocimiento científico muy desigual, sino también un grado de comprensión muy diverso de lo que son la ciencia y la tecnología, así como visiones muy distintas del uso que debe darse a estas.

Por ello, los científicos admitimos que debemos recurrir a mensajes diferenciados, diseñados para cubrir distintos niveles de comunicación. Sin embargo, a la postre, resulta que la eficacia de la comunicación, queda totalmente supeditada a las creencias y valores de las personas, así como a la actitud de estas frente a las cuestiones científicas y tecnológicas.

Existe una extensa bibliografía a propósito de las actitudes en la sociedad frente a la ciencia y la tecnología. De esta, un trabajo particularmente interesante es el que expone los resultados de una encuesta realizada en Australia en 2013 por la Commonwealth Scientific and Industrial Research Organisation (CSIRO).

Este estudio identifica cuatro grandes grupos de personas en lo que se refiere a su posicionamiento respecto a la ciencia. El grupo más positivo, verdaderos “fans de la ciencia”, está integrado por personas (el 23% de los encuestados) que expresan un alto grado de acuerdo con la afirmación de que la ciencia es importante para resolver los problemas de la sociedad, al mismo tiempo que muestran una mínima preocupación respecto a la posibilidad de que la ciencia avance a un ritmo demasiado rápido y de que presente un balance más negativo que positivo. Un segundo grupo, el de los “entusiastas precavidos” (28%), está integrado por individuos que reconocen un gran interés por la ciencia pero que expresan sus reservas en algunos aspectos de la misma, mientras que un tercer grupo, el de los “preocupados por el riesgo” (23%) se muestran menos positivos respecto a las bondades de la ciencia y se declaran más preocupados con los riesgos que conlleva. Finalmente, el cuarto grupo, el de los “desinteresados y preocupados” (20%) incluye un colectivo que expresa poco entusiasmo sobre los beneficios de la ciencia y de la tecnología, albergando serias sospechas sobre sus motivaciones.

Un punto muy significativo es que las respuestas de los fans pro-ciencia a la preguntas de la encuesta fueron significativamente diferentes de las respuestas promedio de las personas integradas en cualquiera de los otros tres grupos. De hecho, las personas de estos últimos comparten más creencias y valores entre ellos que con los del segmento pro-ciencia. En otras palabras, que aquellos que percibimos el conocimiento científico y la tecnología como una parte esencial de la respuesta a los retos sociales somos un sector marginal, atípico, dentro del conjunto de la población.

Esta verdad incómoda subyace a otros grandes retos de la comunicación científica identificados en el estudio, entre los que llaman poderosamente la atención los siguientes: a) frente a una información compleja, las personas tienden a tomar decisiones basadas en sus valores y creencias; b) la gente busca reafirmarse en sus actitudes y convicciones, tendiendo a rechazar cualquier información o evidencia que las contradiga; c) las personas confían más en aquellos en los que ven reflejados sus propios valores, y d) las actitudes que no derivan de un proceso racional y lógico (basado en hechos) son poco susceptibles de ser influenciadas en base a argumentos lógicos (o mediante la exposición de hechos).

Resulta muy difícil influir con criterios lógicos y racionales a una población que toma decisiones basadas, no en hechos, sino en base a su instinto, reforzado mediante la consulta con los que les rodean y le son afines.

Un mensaje que trasciende el ámbito de la comunicación científica y puede ampliarse al de la política. A fin de cuentas, sin una visión de estado a medio-largo plazo, lo que realmente cuenta es asegurarse los votos necesarios para ganar las próximas elecciones y para ello la senda más fácil es la del populismo. Una tentación esta última de la que no se libra, ni mucho menos, la política energética. Aunque ello constituya una receta segura para el desastre.

Mariano Marzo es catedrático de Recursos Energéticos en la Universidad de Barcelona y miembro del Consejo Editorial de El Periódico de la Energía.

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