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Corrían los años 50 del siglo XIX cuando el Ayuntamiento de la ciudad de Barcelona convocaba un  concurso público algo curioso: “Razones  para argumentar  las ventajas que reportarán a la ciudad y especialmente a su industria la demolición de las murallas medievales”. Barcelona, inmersa en la industrialización y con una creciente población que ya llegaba a los 140.000 habitantes,  contaba  por aquel entonces con 10 máquinas de vapor, pero su atractivo cada vez era menor. La escasa, y por tanto cara, superficie que podía ofrecer a las nuevas industrias iba a frenar la competitividad de la ciudad.

El concurso perseguía socializar una problemática con argumentos irrefutables ante el bloqueo de todos los poderes fácticos de la época. El ejército, celoso y temeroso de perder poder, se oponía frontalmente al derribo de las murallas con argumentos de seguridad frente a posibles ataques. La administración fiscal no aceptaría de ningún modo dejar de ingresar el “derecho a puerta”, un impuesto que religiosamente se debía afrontar por entrar en la ciudad a través de sus murallas. Los enriquecidos e influentes propietarios de suelo no estaban dispuestos de ningún modo a que sus terrenos perdieran valor ante la posibilidad de extender la ciudad.

Y no menos importantes eran los recelos de Madrid –la ciudad política y administrativa, en eterna rivalidad con Barcelona–  que, alejada de los puertos por los que entrarían las materias primas, era poco atractiva para la implantación de futuras industrias. Así las cosas, no era de extrañar la preocupación del ayuntamiento para formar parte de esa revolución industrial, la del carbón y la máquina de vapor.

Pere Felip Montlau, médico de profesión, ganó el primer premio con la memoria titulada  “Abajo las Murallas”. El argumento era imbatible: el interés público debía prevalecer por encima de los intereses privados. Los habitantes de Barcelona estaban muriendo “a montones” por la insalubridad de la masificación, cada vez más agravada con los humos del carbón de las 10 máquinas de vapor. La gente quería respirar aire limpio y, si eso no se solucionaba, volverían al campo. Las murallas fueron derribadas, las fábricas con sus máquinas de vapor y carbón se implantaron. Barcelona y sus alrededores se convirtieron en una de las zonas más industrializadas de España. No fue de un día para otro, pero la perseverancia del movimiento higienista y el derecho a respirar “aire limpio” hicieron posible que Barcelona estuviera entre los líderes de la primera revolución industrial.

El pasado 1 de marzo de 2018, en pleno siglo XXI, me despertaba con el siguiente titular en la prensa: “Las ciudades alemanas podrán prohibir la circulación de coches diésel”. El Tribunal Administrativo Federal consideraba lícitas las prohibiciones de las ciudades de Stuttgart y Düsseldorf para combatir la polución del aire. No nos debería de sorprender que los estados federados alemanes presentaran un recurso a los tribunales contra esas ciudades que, al fin y al cabo, lo único que perseguían era garantizar el derecho de sus ciudadanos a respirar aire limpio. Los estados también estaban defendiendo otro derecho: garantizar los puestos de trabajo de la potente industria alemana del automóvil. Derechos todos legítimos, pero los tribunales fallaron por el derecho de interés público general en frente del derecho de intereses particulares. O sea, respirar aire limpio gana.

La historia nos recuerda que esta transformación va a requerir un cierto tiempo, pero menos del que algunos desearían. No hay vuelta atrás. Y no deberíamos tener ninguna duda que, igual que sucedió en Barcelona en el siglo XIX, afrontar el reto a la calidad del aire va a ser el catalizador de la nueva revolución industrial.

China afronta la contaminación atmosférica liderando la revolución energética

Como ejemplo de ese proceso catalizador tenemos a China. La creciente demanda de su población para solucionar los tremendos problemas de contaminación atmosférica la ha puesto en cabeza del liderazgo mundial en renovables y baterías, y estamos a las puertas de que también adelante a la Unión Europea en el sector de la automoción, evidentemente eléctrica.

Así las cosas, una nueva  revolución industrial llama a la puerta con su mejor vestido de fiesta. Energía solar fotovoltaica con unos costes del 80% más bajos que en 2012 y baterías que avanzan en densidad energética y reducen precios. Y un coche eléctrico que consigue mantener precios –esperemos que pronto empiecen a bajarlos– a la vez que doblar su autonomía en menos de 3 años.

En Australia se van a instalar 50.000 baterías asociadas a instalaciones fotovoltaicas en edificios de viviendas. Esas baterías van a estar sincronizadas. Entonces, ¿qué sentido tienen las megainfraestructuras monolíticas que aportan inercia y frecuencia al sistema, si se puede hacer los mismo con instalaciones domésticas de propiedad o gestión de la ciudadanía, learning machines y algoritmos de inteligencia artificial –es decir, con las tecnologías digitales y conocimientos que están estudiando nuestros hijos–?

El pasado 19 de marzo, en plena inauguración del edificio NZEB y desconectado de la red eléctrica de la empresa gallega Norvento, el comisario europeo de Acción por el Clima y Energía, Miguel Arias Cañete, admitió que la directiva de energías renovables se iba a  aprobar con objetivos del 30 al 34% porque hasta el 34% todos los estudios coste-beneficio son positivos. Esto significa, pues, que los “ambiciosos” objetivos de la UE en materia de energía –el 27% aprobado en 2015, ¿se acuerdan? – ¡han pasado a la historia!

El pasado mes de enero, en paralelo al Foro Económico de Davos, tenía lugar la Global Blockchain Business Council Forum. Power Ledger, la plataforma australiana que permite intercambios de energía solar P2P entre ciudadanos, nos dejó a todos con la boca abierta. Y es que a los males hay que poner buena cara. En Australia el balance neto también ha desaparecido, pero, para penitencia de los inductores de estas malas ideas, la sociedad ha respondido con baterías, y esa ha sido la puerta a los nuevos modelos de negocio de economía colaborativa y distribuida. Y los tejados solares no hacen más que crecer y aparecer por todas partes, y los protocolos blockchain proporcionan la seguridad y trazabilidad necesaria con smart contracts sencillos y seguros.

El vicepresidente de la Comisión Europea y comisario europeo de Unión de la Energía, Maros Sefcovic, en la inauguración del acto “SolarPower Europe” del pasado mes de marzo, confirmaba que “queremos que todos tengan el derecho a tener sus paneles solares en el techo y el derecho a producir, almacenar y consumir su propia energía”. Acto seguido, nos explicaba que en su casa, en Bratislava, ya dispone de paneles solares produciendo electricidad.

La presión social, punta de lanza para un nuevo modelo energético e industrial

Llegados a este punto, cabe preguntarse: ¿quién me garantiza a mí el derecho a generar, consumir, almacenar, compartir y vender mi propia energía?

La presión social para que nuestras administraciones nos dejen generar y transaccionar nuestra energía va a ir a más. Y eso quiere decir revisar normativas urbanísticas, edificatorias y, por supuesto, las trabas administrativas relacionadas con el punto de conexión, el contrato de acceso, la ubicación del contador, el impuesto a la batería, el impuesto al Sol y todas esas martingalas absurdas pensadas para que el siglo XX no deje espacio al siglo XXI.

Y es que, en un país con tanto Sol y con tan poco uranio y combustibles fósiles, aprovechar el Sol debería ser un derecho de interés general previsto en una ley del “Servicio eléctrico” que sustituyera a la ley del “Sector eléctrico”.

Como decía el higienista Montlau en el año 1841, vamos a perseverar y, al final, no lo duden: si el aire no mejora, el grito de “¡Abajo las murallas!” se oirá por todas partes. Derecho a respirar aire limpio y derecho a generar nuestra energía. ¿Queda alguna duda de que ese empoderamiento ciudadano hacia las energías limpias y distribuidas va a ser el centro de la semana de la energía sostenible europea? A mí no, porque las revoluciones industriales siempre han sido precedidas de revoluciones energéticas y sociales.

Assumpta Farran es directora general del Institut Català d’Energia de la Generalitat de Catalunya.

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