La fiebre arancelaria americana se vende como el mayor logro patriótico de la administración Trump, pero, amén de ser una especie de delirio económico condenado al fracaso, según la opinión de la mayoría de economistas, y un retroceso para la economía mundial, pero para la transición energética es, además, una piedra en el zapato. Sube costes, alarga plazos y devuelve poder al gas fósil justo cuando deberíamos quitárselo. La conexión es directa: con reglas cambiantes y amenazas de subidas y bajadas, cumplir los objetivos de 2030 se vuelve más difícil y más caro. Europa —y con ella Catalunya y España— necesita menos ruido y más estrategia: previsibilidad, política industrial y cadenas de suministro que no dependan del humor de terceros. Y menos de políticas erráticas como a las que nos tienen acostumbrados últimamente.
Washington ha puesto el arancel en el centro de su juego geopolítico. La oferta implícita es conocida: menos trabas a algunos fabricantes chinos a cambio de que Europa compre más GNL de Estados Unidos. Un trueque de “gas por aranceles” que puede servir para tapar urgencias, pero que destruye y aniquila todas las acciones de los gobiernos europeos a favor la lucha contra el cambio climático, encarece la transición, erosiona la autonomía estratégica europea y distrae inversión de lo esencial: renovables, redes, almacenamiento y electrificación.
El problema no es solo que un panel, una batería o un inversor cuesten más. Es la incertidumbre. La guerra comercial con banda sonora de ultimátum y treguas genera inestabilidad en la prima de riesgo: se paralizan decisiones, el capital exige más retorno y las cuentas del proyecto se vuelven frágiles. La eólica terrestre, más europea, resiste con márgenes mínimos; la marina sufre tras dos años de sobrecostes causados por la incertidumbre para tener capacidad suficiente para satisfacer la demanda de nuevas instalaciones: el vehículo eléctrico encalla si a los aranceles a coches chinos no los acompañan políticas serias de demanda —leasing asequible, red de recarga interoperable, fiscalidad por emisiones—; y la solar se ve atrapado entre la logística y el vaivén de metales críticos.
Tampoco es “solo” hardware. Las exigencias de contenido local y la diplomacia de bloques complican el acceso a litio, níquel o tierras raras, cuyo refinado está concentrado en pocos países sin olvidarnos de elementos esenciales como el cobre o el propio cobalto. El resultado no será otro que cuellos de botella en el uso de recursos, “relocalización entre amigos” más cara y, al final, un kWh que sube de precio. El reciclaje, llamado a reducir dependencia, entra en efecto látigo ya que sube el material virgen, se paran inversiones; baja después, y los proyectos quedan a medias. Ni círculo virtuoso ni economía circular sino una montaña rusa tipo un Dragon Kahn.
Esta montaña rusa se traslada a la financiación. Con costes al alza y plazos inciertos, los bancos se vuelven conservadores, piden más cobertura y tardan más en cerrar operaciones; el capital propio exige mayor retorno; y los contratos de compra de energía (PPAs) terminan reescribiéndose para trasladar riesgos arancelarios y de suministro. Esto se traduce en menos proyectos “financiables” y más retrasos en la puesta en marcha.
España y Catalunya, importadoras de módulos, inversores y baterías, sienten cada dentellada del arancel en el presupuesto y en el calendario. Cerrar el mercado no arregla nada. La salida no es otra que fabricar aquí lo que importe de verdad —electrónica de potencia, ensamblaje y gestión de baterías, reciclaje— y asegurar suministros con contratos de largo plazo y respaldo público inteligente.
¿Qué haría falta? Primero, estabilidad. Señales claras a 10-15 años, planeamiento serio de redes y un calendario de subastas creíble teniendo presente lo que los mercados de futuros ya prescriben. Segundo, seguridad de suministro garantizando infraestructuras y consolidando una red de transporte y distribución de energía eléctrica estimada para mas allá del 2050. Tercero, amortiguar el vaivén con instrumentos que den precio y visibilidad —contratos por diferencia y subastas que internalicen el riesgo arancelario— y PPAs “resilientes” con cláusulas transparentes de traslado de costes. Cuarto, una política industrial quirúrgica: apoyar lo que tenga ventaja real (power electronics, battery packs, BMS, reciclaje), acelerar permisos en suelos industriales existentes, activar garantías públicas y crédito fiscal para inversión productiva, y fijar estándares de trazabilidad y segunda vida de baterías. Quinto, usar la compra pública verde para diversificar proveedores y limitar la exposición a cualquier arancel. Sexto, abordar debidamente las nuevas políticas fiscales considerando los nuevos modelos energéticos. Y, por último, (séptimo, empujar la demanda eléctrica limpia mediante leasing social del vehículo eléctrico, recarga interoperable y electrificación de procesos industriales con contratos estables y gestión de flexibilidad detrás del contador.
No necesitamos una épica arancelaria sino fiabilidad. Si blindamos reglas, financiación y cadena de suministro, los aranceles no pararán la transición, aunque la encarezcan. Lo que sí la frena es confundir política industrial con proteccionismo reflejo o hipotecar nuestra autonomía a cambio de gas. España-Europa deberían jugar otra partida, con menos dependencia del péndulo Washington-Pekín (al que podría sumarse aún Putin, según como siga lo comenzado en Alaska, con los ojos de Trump puestos en la ruta del Ártico), y más capacidad propia para construir lo que cuenta. La transición no se gana con ruido, sino con estrategia, inversión protegida y una industria que aguante los vaivenes sin perder la perspectiva de combate al cambio climático.







Deja tu comentario
Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Todos los campos son obligatorios