Un dato que llama a la reflexión es que los 19,5 millones de habitantes de Nueva York consumen en un año la misma electricidad que los 791 millones del África subsahariana. Está claro que el acceso seguro a las fuentes de energía modernas constituye la base sobre la que se asienta la prosperidad de las economías avanzadas. En estas, el debate energético se centra en torno a la seguridad de suministro y la descarbonización del mix, mientras que en muchos otros países la prioridad es disponer de la suficiente energía para satisfacer las necesidades básicas de sus habitantes. No en vano el acceso a unos servicios energéticos asequibles y fiables es fundamental para reducir la pobreza, mejorar la salud, incrementar la productividad, aumentar la competitividad y promover el crecimiento económico.
Algunos estudios recientes nos dan una idea cabal de la escandalosa magnitud que hoy en día adquiere el fenómeno del subdesarrollo energético en el mundo.
Más de 1.300 millones de personas (alrededor del 20% de la población mundial) carecen de acceso a la electricidad,y cerca de 2.700 millones dependen de la biomasa tradicional (básicamente leña y residuos agrícolas y ganaderos) para cocinar y calentarse. Aproximadamente, el 95% de estas personas sin acceso a los servicios modernos de la energía habitan en el África subsahariana y en zonas en vías de desarrollo de Asia, con el 84% de ellas residiendo en zonas rurales. El África subsahariana, que tan solo alberga el 12% de la población mundial, concentra casi el 45% del total mundial de las personas sin acceso a la electricidad, mientras que más de 1.900 millones de personas en Asia dependen casi exclusivamente de la biomasa –India encabeza la lista con 840 millones, país al que siguen Bangladesh, Indonesia y Pakistán, con mas de 100 millones cada uno.
No esta de más recordar que para aquellos que no disponen de electricidad el día termina mucho antes que en los países ricos, por falta de una iluminación adecuada que impide o dificulta la lectura y el estudio, mientras que la carencia de refrigeración no permite la conservación de alimentos y medicinas.
Por otra parte, el uso intensivo y casi exclusivo de la biomasa tiene serias repercusiones negativas para la salud, el medio ambiente y el desarrollo socioeconómico. Las mujeres y niños pueden pasar muchas horas recogiendo combustible y esto reduce de forma significativa el tiempo que pueden dedicar a actividades más productivas, como el pastoreo, la agricultura y la educación.
Asimismo, la recolección de leña puede acarrear una progresiva deforestación cerca de los núcleos urbanos, lo que conlleva escasez local, la necesidad de desplazamientos más largos y penosos, así como severos daños al ecosistema. Además, la Organización Mundial de la Salud estima que cerca de 1,4 millones de personas mueren prematuramente en los países en vías de desarrollo como resultado de la inhalación del humo emitido por la combustión de biomasa en el interior de las viviendas. Una incidencia mayor que la de la malaria y la tuberculosis y solo superada por la del SIDA.
Ante esta realidad, el mundo no se esta quedando de brazos cruzados y está invirtiendo miles de millones de dólares con el propósito de ampliar el acceso de la población mundial a los servicios modernos de la energía.
Pero el problema es que sin una acción aún más decidida los pronósticos apuntan a que de aquí a dos décadas todavía 1.000 millones de personas seguirán sin electricidad, que la cantidad de gente desprovista de energías limpias para cocinar y calentarse seguirá siendo de 2.700 millones y que las muertes prematuras por inhalación de humos rondara los 1,5 millones, superando ya ampliamente la incidencia del SIDA.
La Agencia Internacional de la Energía calcula que asegurar en el 2030 el acceso universal a los servicios modernos de la energía requiere de unas inversiones acumuladas de 1 billón de dólares, a un promedio de más de 60.000 millones anuales.
El organismo citado también estima que alcanzar el objetivo de universalizar el acceso a los servicios energéticos no supondría retrocesos significativos en los frentes de la lucha contra el cambio climático y de la seguridad energética. Suministrar electricidad a los que hoy en día carecen de ella tan solo supondría, a nivel global, aumentar la generación de electricidad en un 2,5%, la demanda de combustibles fósiles en un 0,8% y las emisiones de dióxido de carbono en un 0.7%. Un porcentaje este ultimo equivalente a las emisiones anuales de Nueva York pero que permitiría proveer de electricidad a una población cincuenta veces mayor.
¿El premio a este esfuerzo? Contribuir al desarrollo social y económico de miles de millones de personas y evitar cada año la muerte prematura de 1,5 millones de ellas. Sin duda vale la pena intentarlo.
Mariano Marzo es catedrático de Recursos Energéticos de la Universidad de Barcelona y miembro del Consejo Editorial de El Periódico de la Energía.
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