Parecía que la compañía había oído el clamor popular, puesto que si hay una medida directa, eficaz y rápida para reducir las emisiones que causan el cambio climático es dejar de quemar carbón. Pero ¿cómo es posible que una empresa que se creó en la dictadura para quemar el carbón nacional y que durante décadas desoyó las protestas ecologistas, decida ahora desprenderse de ese lastre?
Hay que remontarse a comienzos de los 90. Greenpeace comenzaba su campaña de Energía en España y se enfrentaba a un Plan Energético Nacional que contemplaba una nueva ola de centrales térmicas, tanto de carbón como de gas. De todo aquello, que ya decíamos que era inviable, solo se hicieron (tras la liberalización del 97) los ciclos combinados que originaron la burbuja del gas. Y de todo el carbón que se preveía, solo una central tenía visos de prosperar, y así fue: la ampliación de la térmica Litoral de Almería de Endesa.
Por eso durante años la campaña de Greenpeace se centró en la oposición a la ampliación de esa central. Tan insistentes fueron las “visitas” ecologistas (por allí pasaron varios de los barcos de Greenpeace) que la guardia civil de Carboneras ya nos recibía con un “¿otra vez?”.
Años después supimos de fuentes de la compañía que esa ampliación estuvo cerca de frustrarse, pero lo cierto es que no hicieron ni caso y la central se convirtió en la mayor de Andalucía y tercera de España, con sus 1100 MW directamente construidos para quemar carbón de importación, puesto que en Carboneras no hay carbón ni mineros, solo un sol de justicia que no interesaba aprovechar para energía. Lo que sí se evitaron fueron posteriores intentos de una nueva ampliación o de un ciclo de gas añadido.
En la térmica coruñesa de As Pontes no hubo planes de ampliación, ya era la mayor y más contaminante de España, y sus días estaban contados, puesto que su mina de lignito se agotaba. Sin embargo, hace más de 10 años, Endesa decidió desvincular la suerte de la central respecto a la de la mina y adaptó la central para quemar carbón de importación. Para lo cual se promovió una absurda operación de suministro con una interminable flota de camiones que llevasen el carbón desde el puerto de Ferrol a los 40 km que le separan de la térmica. A esos camioneros nadie les dijo que el negocio del carbón tenía los pies de barro.
Porque mientras Endesa seguía haciendo negocio con la quema del carbón, apoyada por los sucesivos gobiernos españoles que bloquearon el impuesto al CO2 en Europa, que sentaban a las eléctricas en las mesas de decisión europeas para establecer los límites de emisiones y que “liberalizaron” el sector eléctrico sin impedir la consolidación de un oligopolio, los gobiernos europeos se iban dando cuenta de la imperiosa necesidad de hacer algo ante las alarmantes evidencias del cambio climático que la comunidad científica les ponía sobre la mesa. Y pusieron en marcha un mecanismo, al que llamaron ETS (“emission trading system”, el sistema europeo de comercio de emisiones) que por primera vez hacía un intento de internalizar los costes ambientales de las industrias de manera “compatible con el mercado”.
El ETS se basa en la idea de que, para que las emisiones totales europeas estén dentro de un límite, cada fábrica o industria tiene unos permisos de cuánto puede emitir, y quien los sobrepase está obligado a comprar esos derechos a quien le sobre.
De esta manera, no se le dice a una industria en concreto lo que tiene que hacer, pero en teoría se asegura que “alguien” va a reducir las emisiones para que no se sobrepase el límite. Bonita idea que ya nació trucada: los derechos de emisión se asignaban de manera gratuita, por lo que sobraban derechos de emisión y el precio resultante era tan bajo que apenas produjo efecto. Ante la inoperancia del ETS, se le hicieron varias reformas, entre ellas que a las eléctricas se les dejó de regalar derechos de emisión. Al fin y al cabo, eran las eléctricas las que lo tenían más fácil: solo con cambiar de combustible de carbón a gas ya podían reducir sus emisiones a la mitad, y si cambiaban a renovables, a cero.
Han pasado años hasta que, con la subida del precio del CO2 en el mercado, el ETS ha empezado a dar el resultado que se buscaba y el carbón ha dejado de ser competitivo en el mercado eléctrico.
Eso es lo que ha precipitado la decisión de Endesa de cerrar sus “joyas de la corona”, centrales en las que decía que ya había invertido para adaptarse a los nuevos límites de emisiones contaminantes de 2020 y que tenían el beneplácito del gobierno, a través del borrador del Plan Nacional de Energía y Clima, para seguir operando al menos hasta 2030. No han sido las razones ambientales, han sido puramente económicas. Ya lo dijo Rato: “es el mercado, amigo”.
Pero confiar todo al mercado es muy arriesgado. Por un lado, nadie garantiza que lo que hoy no es rentable no lo sea en un futuro (aunque todo apunta a que el carbón no tiene futuro económico, precisamente por su inviabilidad ambiental). Por eso hace falta una decisión política que fije con claridad la fecha de abandono del carbón. Lo han hecho todos los países europeos occidentales, salvo España.
Además, la falta de planificación genera un problema social grave que se podría haber evitado, puesto que el fin del carbón era algo esperado y necesario. El haber contado con planes con fechas concretas habría permitido que el plan de transición justa del gobierno tuviera eficacia y que se hubiera buscado soluciones negociadas para no dejar a nadie atrás.
Pero lo que se hizo fue un continuo negacionismo, desde responsables políticos autonómicos, locales y nacionales, pasando por sindicatos y empresas, pretendiendo prolongar artificialmente una actividad que solo podía continuar a base de subvenciones públicas y saltándose el principio de “el que contamina paga” y la legalidad europea. Por más que Greenpeace insistía en pedir a Endesa un calendario de cierre, ésta nunca lo hizo público, y los silencios perjudican tanto como las falsedades, como cuando en los medios corría el bulo de que As Pontes podría continuar hasta 2045 y nadie lo desmintió.
Ahora toca corregir lo que se ha hecho mal, asumir la responsabilidad de la empresa con el futuro de las comarcas afectadas, y proponer soluciones viables y sostenibles, que obviamente no pasan por la engañifa de quemar biomasa ni residuos convirtiendo las térmicas en incineradoras, ni en trasladar el problema a otro combustible fósil como el gas natural. La solución no consiste en buscar qué quemar en las térmicas, pero sí tiene sentido aprovechar la infraestructura eléctrica existente para evacuar la nueva electricidad renovable que los distintos promotores vayan a generar.
Además de la importante cuestión laboral, la decisión de Endesa deja otras cuestiones pendientes. **¿Aplicarán la misma estrategia de negacionismo y secretismo respecto al cierre de las nucleares, que también debe producirse más pronto que tarde? ¿Cuánto tiempo van a aguantar Viesgo y EDP siendo las últimas eléctricas que queman carbón en España? **
Y por último, la reflexión que deben hacerse todos aquellos que aspiran a formar gobierno, es si tiene sentido dejar las decisiones de política energética en manos de un oligopolio de empresas privadas que solo responden a intereses de mercado de corto plazo, y cuyos gestores no dudan en engañar hasta a sus propios accionistas al camuflar los ingentes riesgos ambientales de su actividad.
Ha llegado la hora de acometer una reforma profunda del sistema eléctrico, que acabe con el poder de mercado del oligopolio. O mejor, que haga desaparecer al propio oligopolio y asegure que las distintas actividades necesarias para el suministro eléctrico sean realizadas en condiciones de libre competencia, sometidas a las reglas de unos reguladores verdaderamente independientes y bajo unas directrices de política energética que marquen la ruta clara hacia un sistema energético eficiente, inteligente, 100% renovable y democrático.
José Luis García Ortega es el r__esponsable del Programa de Cambio Climático de Greenpeace.
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