El proceso industrial de la siderurgia es conceptualmente muy sencillo, aunque luego se complique conforme descendemos a los detalles. A partir de materias primas, que tienen precios internacionales de referencia -carbones y mineral de hierro en la siderurgia integral y chatarra, junto con algunos aleantes, en la de horno eléctrico-, y con ayuda de la energía externa - electricidad o gas- se produce el acero, un material de referencia para la industria metalmecánica desde el inicio de la revolución industrial.
El acero, elaborado a partir de las materias primas y con gran aporte de energía, se transforma en más de 3.500 soluciones a medida para construcción, automóvil, electrodomésticos, bienes de equipo, tubos y perfiles conformados en frío, transformados metálicos, otros medios de transporte como buques, trenes, industria metalgráfica y otros transformados aparentemente humildes pero complejos, como la tornillería, y un larguísimo etcétera difícilmente enumerable.
El acero, además del material de elección por sus excelentes cualidades mecánicas, es reciclable indefinidamente: no se degrada en el proceso de reciclado y su capacidad magnética lo hace muy fácil de clasificar y separar. Se recoge de una forma rápida y eficientemente -un sencillo electroimán a la puerta de un vertedero- sin mecanismos sofisticados. Además, cuenta con un mercado organizado, con liquidez y cada día más profesional, que se encarga de la recolección de la chatarra, empleando a más de 20.000 personas sólo en ese segmento de actividad.
A día de hoy y mientras no se produzca un salto tecnológico de una magnitud inesperada, el acero solo puede producirse con un consumo energético considerable, y, en el caso de la siderurgia integral también con un considerable nivel de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), aunque la industria ha ido reduciendo progresiva y de forma notable las emisiones hasta reducirlas en más del 40% en los últimos años, al tiempo que mejoraba la eficiencia energética del proceso.
La brusca caída del mercado nacional a comienzos de la crisis, ha hecho que todas las empresas desarrollasen, en primer lugar, drásticos procesos de ajuste y, en paralelo, una fortísima expansión de su actividad exportadora con el objetivo de poder mantener la producción en España.
En esa feroz competencia internacional, nuestras empresas se enfrentan con una mochila no deseada**: la de unos costes regulatorios de la energía artificialmente elevados**. Los costes reales de producción de energía eléctrica -no así los costes reconocidos en virtud de la regulación- tienden a converger como consecuencia de los avances tecnológicos y de gestión. Pero no lo hacen los costes regulados, en un mercado que a su condición de “isleño” -no otra cosa se puede pregonar de nuestra península en materia eléctrica-, une unas peculiaridades regulatorias propias.
La siderurgia, al igual que el resto de las industrias electro intensivas, necesita: garantía de suministro, precios que no lastren la competitividad en comparación con sus principales socios comerciales -los grandes países de la UE- y un marco regulatorio estable. Esas tres necesidades son prioritarias para mantener la producción y la actividad.
Actualmente en España, la garantía de suministro no parece ser un problema aunque las peculiaridades del mix energético (porcentaje de energías renovables de difícil predictibilidad), obliga a gastar importantes cuantías en potencia de respaldo.
Los precios españoles adolecen de una gran volatilidad, como consecuencia del mix energético y de las condiciones de isla del mercado ibérico, y conviene recordar que los llamados “ajustes del sistema” son realmente sobreprecios que se añaden a los precios publicados por el “mercado a corto”, antes de los costes regulados.
Por último, la situación en la que vive nuestro país de “reforma eléctrica perpetua”, no contribuye, más bien todo lo contrario, a dotar de la imprescindible estabilidad a los consumidores industriales, que necesitan un precio final de la energía sin sobresaltos para poder plantificar sus inversiones industriales.
Si el diagnóstico es claro, las soluciones, pintadas a trazo grueso, también muestran una elevada coincidencia y solo cuando se desciende al detalle parece difícil solucionar el sudoku maldito del coste eléctrico español:
• La interconexión con Francia se ha convertido en un mantra, pero los meses pasan y el tema no avanza. Confiamos en que el Gobierno mantenga la firmeza y no acepte nuevos compromisos en Europa sin que se solucione, de una vez por todas, el tema de la interconexión.
• La inexistencia de contratos bilaterales es otra de las rarezas del sistema español, y en este caso hay que apuntarlo en el debe del Gobierno, porque no ha hecho nada para incentivar a las compañías eléctricas, cómodamente ancladas en el mercado diario y en los pagos por capacidad, para no preferir un tratamiento especial y diferenciado a sus grandes clientes, como en cualquier actividad económica.
• Es imprescindible la eliminación de los precios regulados de todos los componentes de los mismos que no se correspondan con servicios realmente prestados al transporte y acceso a la red.
• Una retribución justa y equitativa a los servicios que los grandes consumidores prestan al sistema: la modulación y la interrumpibilidad, sin modificaciones arbitrarias de las condiciones aplicadas a las mismas es un requisito para mantener la capacidad competitiva de las empresas industriales españolas. Y recordemos que sin industria no hay progreso ni riqueza colectiva, por lo que sin el motor económico de las empresas industriales será mucho más difícil la salida de la crisis.
UNESID siempre ha estado, y está, dispuesta a negociar y a encontrar un acuerdo. A otras partes les corresponde mostrar el mismo espíritu y saber renunciar a una parte de sus pretensiones a favor del bien común.
Andrés Barceló es director general de UNESID.
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