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Calles sin coches. El sonido de los pájaros vuelve a las ciudades. La calidad del aire que mejora. Y en el momento que la gente empezamos a recuperar la ciudad, calles sin coches en que las personas podemos pasear allí por donde antes circulaban los coches.

Dos meses después del inicio de nuestro confinamiento es tiempo de volver a la normalidad, o como se ha dicho, de volver a esa nueva normalidad. Y entre esa nueva normalidad debería estar también una nueva movilidad.

En esa nueva normalidad hay que interrogarse que calidad del aire queremos para nuestras ciudades. Hoy, es reconocido ya no sólo la afectación sobre la salud de las personas que habitamos en zonas con niveles de contaminación alto. Son diferentes los estudios que acreditan que el Covid-19 ha afectado de forma más severa aquellas ciudades con peores niveles de calidad del aire. Un estudio de la Universidad de Harvard ha relacionado los altos niveles de contaminación con un mayor riesgo en la propagación del Covid-19. En dicho estudio se acreditaba que “un incremento de solo una unidad en la media de exposición prolongada a partículas en suspensión está relacionado con un aumento del 15% de media en el índice de mortalidad”. Así, las personas que han tenido una exposición prolongada a partículas finas en suspensión ha aumentado la inflamación de sus pulmones y, potencialmente, del sistema cardiovascular.

Pero como decíamos, ¿y ahora qué? Corremos el riesgo que la grave crisis económica en la que nos vamos a adentrar reproduzca un modelo de “business as usual” en que la salud vinculada a los efectos de un modelo de crecimiento desenfrenado no sean prioridad. Pero ello sería un error.

Hoy, el cambio de modelo en general, y el cambio de modelo energético en particular, supone abrir una nueva etapa en nuestros medios urbanos, asociado a consumo de mayor proximidad y a ahorro y eficiencia. Y nuestras ciudades no pueden protagonizar el cambio de modelo energético sin encarar una nueva movilidad, más cuando esta supone la mayor parte del consumo energético en nuestras urbes.

A su vez, no es tan sólo una cuestión energética sino sanitaria. Vivir en medio de un hongo de humo, CO2 i PM10 no es una cuestión sólo de molestia, sino que afecta poderosamente a los niveles de salud.

Es por ello, que la nueva agenda urbana debería traducirse en una acción más decidida para recuperar nuestras calles, i para hacer que estas sean cada vez más un espacio de vida e intercambio, y no para que en ellas se desplacen vehículos de combustión, mayoritariamente ocupados por un sólo usuario.

Hasta ahora, el debate se situaba en cómo pacificar el tránsito, e incluso sacar al coche de la ciudad, sin morir –políticamente- en el intento. La cuestión es si ahora, entendemos que ese terreno en que el coche ha dejado de estar es ganado por la ciudadanía. A mi entender esta agenda debe traducirse en primer lugar en reducir en lo que sea posible la movilidad, haciendo que el teletrabajo, cuando sea posible, forme parte de la nueva normalidad. En segundo lugar, muchas de las calles no ocupadas por el vehículo, deberían ser espacios en los que poder pasear, jugar, vivir. Todo ello, acompañado con nuevos itinerarios para poder hacer a pie o en bicicleta. A su vez, el transporte público, que durante un tiempo largo no va a poder sufrir las capacidades de carga que tenía, debe ser una apuesta de Estado y de sociedad. Necesitamos más inversión en transporte público y menos en ampliar infraestructuras infrautilizadas, más química de la movilidad y menos física del hormigón, entre otras cosas porque dicho transporte público es intensivo en mano de obra, y además mejora la vida de la gente –infinitamente más que una infraestructura superflua-.

En paralelo, deberíamos ser capaces de desarrollar, como opción de país, una intensa red de vehículos compartidos, desde bicicletas a vehículos eléctricos compartidos, que permitiese abandonar la cultura de la propiedad en el vehículo para bascular a una cultura del servicio. Ello deberá suponer un papel distinto en nuestra industria del automóvil, haciendo que ésta provea servicios, renovaciones de flotas más frecuentes, asumiendo a la vez un menor número de flota de vehículos.

Toda esta no va a ser una agenda sencilla. Podemos acabar por caer en la tentación de aparcar planes de reducción de emisiones en ciudades o posponer la necesidad de cambiar nuestro parque automovilístico, pero sería la demostración que hemos aprendido poco de la actual crisis.  Sería un error inmenso no hacer de esta crisis una oportunidad para repensar la ciudad. Hoy, sabemos que el colapso no es sólo un mal augurio sino una posibilidad real. El escenario de cambio climático es absolutamente tangible. Y el modelo sobre el que han crecido nuestras ciudades es simple y llanamente insostenible. Hagamos que esa nueva movilidad forme parte de la nueva normalidad.

Joan Herrera es abogado. Fue director del IDAE, actualmente es Director de Acción Ambiental y Energía en el Ayuntamiento del Prat de Llobregat.

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