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El filósofo y profesor canadiense Alain Deneault en su interesante libro “La mediocracia” juzga decepcionante el papel de los “expertos” en el momento actual. Ellos que deberían ser los depositarios de la sabiduría se convierten en cambio en simples justificadores de los intereses de aquél que los financia. Sus habilidades se concentran más en el campo de la polémica que en el del conocimiento técnico utilizando metalenguajes y amparándose en teorías, particularmente económicas, que utilizan según les conviene. Confunden deliberadamente “una” teoría con “la “teoría y el concepto de teoría con el de Ley.

Esto sucede a menudo en los debates energéticos, y en concreto en el debate sobre si la formulación de la tarifa eléctrica debe adecuarse a los objetivos de la transición ecológica o no. El primer problema de este tipo de argumentaciones es que suelen apuntar a las ramas para que no se vea el árbol. El árbol, el contexto, en este caso está muy claro, es el proceso de transición ecológica, en el cual la señal que demos a través de los precios eléctricos tiene una importancia capital.

La tarifa eléctrica, es un elemento de la política energética. Es decir, el diseño de la tarifa inducirá, según se lleve a cabo, unos comportamientos u otros. De esta forma, una tarifa eficiente es aquélla que lleva a los consumidores (particulares y empresas) a comportamientos eficientes. Y en este contexto, comportamiento eficiente hay que relacionarlo con la consecución de los objetivos del proceso de transición ecológica.

Tanto la Comisión Europea como el Gobierno español en el PNIEC resumen los principios que deben aplicar en esta transición en sus dos premisas principales: la eficiencia energética primero y el consumidor en el centro. Este es el contexto en el que está teniendo lugar la reforma tarifaria para la que, tras la definición de peajes por parte de la CNMC, está pendiente la aprobación de los cargos por parte del Ministerio.

Un principio básico de la teoría económica, y del sentido común, es que cuanto más plana es una tarifa más se incentiva el consumo de un bien, y cuanto más variable, lo contrario. Por otro lado, el principio de pagar en función de lo que se consume está universalmente aceptado. Así, la principal problemática relacionada con la estructura actual de la tarifa de la luz es el envío de una señal incorrecta a los consumidores.

Si el consumidor paga un alto precio simplemente por estar conectado, observa que el coste de su suministro no es sensible a su consumo y pierde el incentivo a reducirlo. Los consumidores, aunque tengan disponible un abanico de medidas para reducir su consumo, al no ver una señal de precios fuerte, no las implementan. De esta forma, estos consumidores no se ven incentivados a adoptar medidas de eficiencia energética o a instalar autoconsumo, porque no ven una repercusión directa en su factura.

Posicionarse en contra de las políticas de eficiencia energética significa olvidarse de las externalidades económicas y ambientales que tienen el consumo y la producción de energía, que son precisamente las que nos han llevado a esta situación.

A este respecto, teniendo en cuenta el peso de la eficiencia en la política energética de la Comisión Europea, sorprende escuchar que ahorrar energía reduce el bienestar social si es más eficiente económicamente producir esa energía que invertir en eficiencia. En el caso de la electricidad, en este análisis coste-beneficio han de incluirse, además del coste directo de generar la energía, sus externalidades, tanto económicas como ambientales: costes de las redes eléctricas e impacto ambiental de la ocupación del territorio por plantas y redes.

Alejandro Labanda.

Los defensores de potenciar el elemento fijo de la tarifa eléctrica sobre el variable se apoyan en un hipotético efecto incentivador de la electrificación del diseño actual. Sobre esto hay que recalcar que no ha de confundirse un mayor consumo de electricidad, que no es deseable per sé (aumenta los costes del sistema tanto económicos como ambientales), con la electrificación. La eficiencia energética también debe aplicarse al consumo de energía final, no solo al primario. La electrificación es deseable cuando supone la sustitución de combustibles fósiles, pero si se quiere incentivar, la vía más adecuada es la fiscalidad.

Otro argumento habitual es que el diseño tarifario es un problema resuelto por la teoría económica. Una vez más se juega a la confusión, utilizando como apoyo argumental la Teoría de los precios de Ramsey, haciendo pasar “una” teoría por “la” teoría, como si ésta fuera asumida globalmente como una Ley.

Lo que afirma Ramsey no es otra cosa que cargar los impuestos sobre aquellos consumidores cuya elasticidad de la demanda es más rígida, es decir sobre los que no tienen la capacidad de alterar significativamente su consumo a variaciones de precio. En este caso estaríamos hablando del término de potencia y afectaría particularmente a las rentas más bajas. La utilización de esta Teoría implica priorizar la certidumbre en la recaudación sobre la eficiencia o la equidad, lo que ha hecho que esta teoría sea ampliamente contestada por diferentes economistas, precisamente por poder significar un ataque a la equidad.

Esto contrasta con el uso como argumento de la equidad para soportar una tarifa con alto término fijo. Sobre todo, cuando asociaciones de consumidores y de lucha contra la pobreza energética, que son buenos conocedores del problema sobre el terreno real no el de libros y teorías, reclaman desde hace años una bajada de éste.

Además, es sencillo demostrar que existe una relación positiva entre renta y consumo de electricidad. La Encuesta de Presupuestos Familiares del INE muestra que el consumo eléctrico en hogares depende de un elevado número de variables (geografía, número de miembros, equipamiento eléctrico, etc.), siendo la renta uno de ellos. Por ello, al no observar una relación entre consumo y renta mostrando todos los hogares de la encuesta de forma bruta, no puede concluirse que esta relación no exista. Para poder concluir esto todos los demás elementos deberían mantenerse estables (ceteris paribus) variando solo renta y consumo.

Aun así, simplemente desagregando los hogares de la Encuesta en deciles de renta se observa que el consumo de electricidad de los hogares del decil de renta más alto es un 43% más alto que el del decil de renta más bajo.

Y es que el efecto de un alto peso del término fijo afecta de forma más acusada a los consumidores en situación de pobreza energética. Aunque estos consumidores en general no pueden invertir en equipos más eficientes, sí intentan reducir su consumo todo lo posible realizando esfuerzos por ahorrar. Sin embargo, con un alto término fijo se les está limitando su capacidad para reducir su factura, por lo que un diseño tarifario como el actual es en sí regresivo. La tarifa actual da lugar a lo que se conoce como pobreza energética escondida: al estar limitados por el elevado pago fijo, los consumidores vulnerables reducen su consumo más allá de las condiciones mínimas de confort para poder reducir su factura.

Para intentar justificar el impedimento que para el autoconsumo supone dar un alto peso del término fijo, se habla de él como si su fomento estuviera favoreciendo hogares con más ingresos frente a hogares más humildes. En primer lugar, en un modelo de libre mercado como el español, el autoconsumo está compuesto en su mayoría por instalaciones del sector industrial y servicios, por lo que la influencia de su aplicación en el sector doméstico es marginal. Además, el autoconsumo reduce el precio del mercado eléctrico por lo que todos los consumidores, los que se lo instalan y los que no, se ven beneficiados. Por otro lado, con el RD de Autoconsumo se permite el autoconsumo colectivo y la financiación por parte de terceros de la instalación. Con lo que también la población residente en bloques de viviendas se puede beneficiar de sus ahorros.

Por último, una tarifa con un alto término fijo se plantea como una garantía de recaudación de los ingresos del sistema, lo que está lejos de ser cierto, como se vio en el ejercicio de 2013[1]. Sin embargo, el volumen total de energía eléctrica consumida, salvo situaciones excepcionales, se ha mantenido relativamente estable en los últimos años.

Por lo tanto, no se trata de decidir quién va a pagar los costes, pues todos los agentes del sistema deben hacerlo, sino cómo. Somos conscientes de que no todas las transformaciones que se requieren para la transición energética se ven beneficiadas por el mismo diseño tarifario. El ejercicio de tarificación es siempre un compromiso entre diferentes principios y objetivos. Sin embargo, entendemos que la tarifa actual, con un término fijo muy por encima de la media europea, está lejos de este compromiso.

De nuevo, no se trata de no recaudar sino de cómo hacerlo, de forma que no suponga una barrera para los elementos más transformadores y disruptivos del proceso de transición ecológica y, nos atreveríamos a decir, también más necesarios: la eficiencia energética, el coche eléctrico, el autoconsumo y la lucha contra la pobreza energética.

Lo que está en juego es el modelo de transición ecológica. No caben muchas dudas de que, salvo nuevos cisnes negros, es factible conseguir los objetivos de producción de electricidad con energías renovables. Pero según llevemos a cabo esta transición nos encontraremos con un sector idéntico al actual pero descarbonizado o con un sector en el que realmente el ciudadano esté en el centro de decisión, como establecen las directivas comunitarias. En este proceso, es importante no caer en la tentación de tomar como consenso la reacción de las fuerzas del status-quo, que ven el futuro como una amenaza en lugar de verlo como una oportunidad.

[1] El término de potencia aumentó un 37% en mitad del año 2013 y la recaudación al final del año fue 785 millones de euros menos de lo previsto.

José Donoso es director general de UNEF y Alejandro Labanda es director de Estudios de UNEF.

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