La energía renovable ha sido, sin duda, la gran aliada de la humanidad en la lucha contra el cambio climático, tras reducir emisiones a una velocidad inédita y, por ende, transformar la geografía energética del planeta. Aerogeneradores, paneles fotovoltaicos y centrales hidroeléctricas se expanden por tierra, mar y aire sosteniendo el pulso del sistema: el siglo XXI se está escribiendo con kilovatios verdes, siendo España uno de los países líderes en el despliegue e integración de estas tecnologías en su sistema eléctrico.
Sin embargo, ser parte de la solución no priva a estas infraestructuras de los riesgos y daños provocados por un clima cada vez más adverso, que afecta a su rendimiento e integridad. Paradójicamente, el cambio climático golpea en mayor medida a las infraestructuras que intentan frenarlo.
El año 2023 fue una llamada de atención. A mediados de julio, una granizada sin precedentes en el norte de Italia arrojó pedriscos de hasta 19 centímetros, casi del tamaño de una pelota de béisbol, y destruyó miles de instalaciones fotovoltaicas, tanto residenciales como industriales, provocando pérdidas millonarias. En cuestión de minutos, aquella tormenta redujo a chatarra cristales templados, módulos y estructuras metálicas, demostrando que el nuevo granizo puede superar ampliamente los estándares de resistencia fotovoltaica.
Simultáneamente, tormentas eléctricas en Europa Central dañaban aerogeneradores y subestaciones, mientras incendios en Grecia y Portugal obligaban a desconectar parques eólicos por riesgo de propagación.
Peor rendimiento
Asimismo, los eventos climáticos además de afectar a la integridad de los activos renovables, también impactan severamente en su rendimiento. Por ejemplo, las olas de calor, cada vez más intensas, suelen ir acompañadas de períodos de calma atmosférica que desploman la producción eólica; mientras que las sequías persistentes reducen el caudal de los embalses y, con él, la generación hidroeléctrica.
Lo que antes eran episodios excepcionales o “ruido meteorológico” se ha convertido en una variable estructural del negocio, ya que reduce horas de producción, erosiona márgenes y tensiona la continuidad operativa.
A nivel agregado, los datos son contundentes. Según un estudio de Science Direct, las sequías y olas de calor han recortado un 6,5% la generación hidroeléctrica en Europa y un 3% la producción eólica en la cuenca mediterránea. Las olas de frío extremo reducen la generación fotovoltaica en torno a un 5%, mientras que las inundaciones han disminuido el factor de capacidad de la energía eólica en Europa central y oriental hasta un 3,7 % anual debido al impacto en instalaciones eléctricas, inversores y subestaciones a nivel de suelo.
Por su parte, y desde un punto de vista técnico, un estudio elaborado por la Universidad Politécnica de Milán pone cifras al desafío: al incorporar el impacto de los fenómenos meteorológicos extremos en la planificación energética, la demanda de capacidad solar y de almacenamiento aumenta drásticamente.
Bajo escenarios de mitigación ambiciosos, como la reducción del 65% de emisiones para 2030, Italia necesitaría instalar entre 5 y 8 GW adicionales de fotovoltaica para compensar las pérdidas de producción hidroeléctrica derivadas de sequías y la menor fiabilidad de otras fuentes frente al clima extremo. Además, el papel de las baterías de corto plazo se vuelve esencial para sostener la estabilidad del sistema cuando las condiciones climáticas reducen el suministro.
Ahora bien, cuando un evento extremo fuerza paradas, daña equipos o retrasa obras, se alteran los flujos de caja, se incumplen covenants de deuda y aparecen litigios sobre fuerza mayor y garantías. En este sentido, se hace evidente la distancia entre lo que el activo debería generar (LCOE teórico) y lo que finalmente produce y factura (LCOE cobrado).
Esa brecha entre el rendimiento proyectado y el real eleva el coste de capital y presiona las valoraciones, mientras las aseguradoras encarecen coberturas y exigen más protección. Por lo tanto, la resiliencia climática deja de ser una opción, convirtiéndose en el nuevo alfa financiero que reduce riesgos, protege ingresos y preserva valor.
Adaptación y mitigación simultánea
Ante este escenario, la adaptación y la mitigación simultánea son, irremediablemente, la única solución financieramente viable para el sistema. Según datos internos, el coste de adaptar la infraestructura renovable a los nuevos riesgos climáticos ascenderá a 154.000 millones de dólares anuales hasta 2050. De esa cifra, más de 24.000 millones se destinarán a paliar los efectos de los activos existentes, aunque tendrá que aumentar en 130.000 millones anuales para adaptar toda la capacidad nueva instalada.
Sin embargo, el estudio demuestra que la coordinación entre ambas estrategias no incrementa de forma sustancial el coste total del sistema, y que las sinergias entre resiliencia y descarbonización hacen más sólida y eficiente la transición. Ignorar el riesgo climático conduce a infraestimar el coste real de la transición, mientras que integrar la adaptación desde el diseño mejora la rentabilidad y la fiabilidad del sistema.
La realidad es que el futuro no ofrece tregua. Las proyecciones de los eventos climáticos extremos en Europa apuntan a una duplicación en la incidencia de ciclones tropicales de categoría 3 o superior, el triple de días de calor extremo y un aumento del 30% en los incendios severos del Mediterráneo. Por su parte, la frecuencia de lluvias torrenciales podría multiplicarse entre un 150% y un 300%, mientras el riesgo de sequía grave en Europa Occidental se duplicaría.
El riesgo de no adaptarnos es convertir a las energías fósiles en soluciones refugio o incluso incentivar su desarrollo, aprovechando la mayor robustez de sus activos y la falta de afectación del cambio climático sobre su materia prima fundamental. Y para evitarlo, el desarrollo de la estrategia de adaptación descansa en dos pilares: una mejor planificación y diseño ‘climate-first’, que incorpore nuevos enfoques en la evaluación de riesgos como, por ejemplo, el análisis climático prospectivo; y una mejor gestión tanto en procesos de desarrollo y M&A como en la gestión de carteras de activos renovables.
En definitiva, planificar el despliegue renovable sin incorporar los impactos del cambio climático equivale a subdimensionar el sistema eléctrico. Lejos de ser un sobrecoste, esta planificación resiliente apenas incrementa el gasto total y refuerza la fiabilidad del sistema, mostrando que mitigación y adaptación no compiten, sino que se potencian.
Xavier Vallés es Managing Director de Neture Impact.






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