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La Unión Europea es una Comunidad energética. Lo es por su propia historia, con el Tratado del Carbón y del Acero se funda la Europa comunitaria que hoy tenemos; por su vocación industrial; por su constante necesidad de modernización y progreso económico; por sus exigencias de productividad y competitividad; por su papel de actor global en las relaciones internacionales; por su necesario equilibrio con los objetivos de defensa del patrimonio ambiental. La UE también es una Comunidad energética en la letra de las disposiciones jurídicas: el Tratado de Lisboa vigente, reconoce la existencia de una política energética común; y las normas de derecho secundario (fundamentalmente Directivas) han ido integrando un bloque normativo energético en favor de un mercado interior de la energía en electricidad, gas natural y renovables, con una bien diseñada estructura de principios y técnicas de regulación. ¿Existe entonces una Unión Energética europea, una UEE? Rotundamente, no. ¿Y cómo es posible que dándose los supuestos expresados anteriormente carezcamos hasta la fecha de los instrumentos necesarios que afirman la existencia de un mercado y política energética europea? La respuesta, en este caso, urgida por la brevedad, conduciría a afirmar que la voluntad política no ha sido aún capaz de vencer los obstáculos de intereses estatales y falsas o evitables dificultades técnicas y pretextos estratégicos.

Pero Europa no puede posponer por más tiempo sus ya urgentes retos energéticos. La formación de la nueva Comisión Juncker debería ser el punto de inflexión para afirmar una nueva dirección de “realizaciones concretas”. El nuevo presidente ha hecho un diseño de su Gobierno, ordenando las carteras en una matriz de vicepresidentes y comisarios. Se crea una Vicepresidencia para la “Unión Energética”, de la que depende una Comisaría de Acción para el cambio climático y la energía, a cuyo frente estará el experimentado político español Miguel Árias Cañete.

La Vicepresidencia energética lleva un título, pues, valiente y ambicioso, que proclama explícitamente el objetivo central de su función, alcanzar la unión energética. Se trataría de atender el plural desafío de reducir los precios energéticos, base de una competitividad real, vencer los riesgos de la alta dependencia de suministro en materia de hidrocarburos, integrar física, jurídica y regulatoriamente un mercado único de electricidad (renovables) y gas natural, con infraestructuras integradas, disponer mercados líquidos, transparentes y abiertos, y afirmar una Autoridad común de corte cuasi federal. Definir con renovada ambición una transición energética hacia una mayor descentralización, mejora en eficiencia y protagonismo, de la demanda, de un consumidor energético familiarizado con las nuevas tecnologías a través de Internet.

La UE no será un espacio político interno plenamente cohesionado y con un sistema económico avanzado y sostenible, sin una unión energética. Y tampoco será capaz de hacer frente a las amenazas externas, de suministro o de orden climático, sin incorporar definitivamente una voz común energética en su acción exterior. La nueva Comisión debería, con premura, ultimar el mercado interior –del que tantas veces se dijo que sería realidad a final de este año- y las infraestructuras que le corresponden, y preparar la incorporación en un nuevo Tratado de reforma, que debería sustanciarse en esta legislatura, de un nuevo título bajo la denominación, no retórica sino funcional, de “La Unión Energética”, que sirva en el futuro a una Europa más fuerte, sostenible, competitiva y, naturalmente, unida.

Vicente López-Ibor Mayor es p__residente de Estudio Jurídico Internacional, exc__onsejero de la Comisión Nacional de Energía y miembro del Consejo Editorial de El Periódico de la Energía.

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