Ningún comentario En plena transformación energética, Europa se encuentra ante una paradoja que amenaza con lastrar su transición hacia un modelo limpio y sostenible: mientras las inversiones en energías renovables se multiplican, una parte sustancial de su capacidad eléctrica permanece infrautilizada. Según el último informe de la Agencia de Cooperación de los Reguladores de la Energía (ACER), el continente se enfrenta a un obstáculo estructural y urgente: la falta de flexibilidad en sus sistemas eléctricos.
El informe, titulado Unlocking Flexibility, advierte que la Unión Europea está desaprovechando un recurso esencial para el equilibrio de sus redes: la respuesta de la demanda. Esta herramienta permite que los consumidores –hogares, comercios e industrias– ajusten su consumo en función de señales del sistema, como el precio o la disponibilidad de energía. Pese a que esta capacidad técnica ya existe, la normativa y el diseño actual de los mercados eléctricos siguen anclados en esquemas del pasado, impidiendo su desarrollo a gran escala.
La consecuencia es doble. Por un lado, se desaprovecha energía limpia durante los momentos de sobreproducción –por ejemplo, en días de alta generación solar o eólica–. Por otro, se recurre a tecnologías más contaminantes y caras para cubrir picos de demanda que podrían haberse evitado con una mejor gestión del consumo.
Sistema centralizado y rígido
El problema no es únicamente técnico. En muchos países europeos, las reglas que regulan el acceso a la red, las tarifas eléctricas y la contratación de potencia no distinguen entre distintos tipos de demanda. Esto genera situaciones absurdas en las que proyectos industriales viables y tecnológicamente maduros no pueden acceder a la red, pese a que su consumo real sería bajo y flexible. En algunos casos, la potencia necesaria para mantener sus operaciones en modo de espera representa menos del 10% de la capacidad contratada, y su uso efectivo se concentra en horas en las que la red suele tener un excedente de renovables.
Aun así, estos proyectos se ven bloqueados porque los operadores de red aplican criterios pensados para un sistema centralizado y rígido, sin valorar la posibilidad de que esa demanda se pueda desplazar o modular. Según el informe, esta falta de diferenciación entre potencia firme –la que debe estar garantizada en todo momento– y potencia flexible –la que puede adaptarse a las condiciones del sistema– está frenando miles de millones en inversiones, impidiendo la creación de empleos verdes y perpetuando emisiones innecesarias de CO2.
Cuestión estratégica, económica y climática
ACER pone el foco en un mensaje claro: desbloquear la flexibilidad no es una opción, sino una necesidad urgente. No se trata solo de un asunto técnico, sino de una cuestión estratégica, económica y climática. La red del futuro requiere un cambio de paradigma: pasar de un modelo basado en generación centralizada y consumidores pasivos, a uno dinámico en el que todos los actores –desde grandes industrias hasta hogares con baterías o coches eléctricos– puedan participar activamente en la gestión del sistema.
Para ello, es imprescindible una reforma normativa en profundidad. Las reglas de mercado deben permitir la entrada de nuevos actores, como los agregadores de demanda, que agrupan el consumo flexible de múltiples usuarios. Las tarifas deben incentivar comportamientos que beneficien al sistema. Y los consumidores necesitan tener acceso a información en tiempo real y a precios dinámicos que reflejen la realidad del mercado.
El informe destaca ejemplos positivos en algunos países europeos, donde programas piloto han demostrado que, con el marco adecuado, la flexibilidad puede emerger con fuerza, reduciendo costes, mejorando la resiliencia de la red y facilitando la integración de renovables. Sin embargo, estas experiencias siguen siendo la excepción, no la norma.
En un contexto geopolítico incierto, marcado por la guerra en Ucrania y la urgencia climática, contar con un sistema eléctrico ágil y adaptable es más que una ventaja: es una necesidad estratégica. La flexibilidad no debe entenderse como un complemento, sino como un pilar del sistema energético del siglo XXI.
Europa no necesita esperar a una nueva revolución tecnológica. Las herramientas ya existen. Lo que falta es una decisión política firme, capaz de romper con las inercias del pasado y dar paso a una red más eficiente, resiliente y centrada en el ciudadano. Si el continente quiere liderar la transición energética global, no puede permitirse seguir ignorando el eslabón perdido de su sistema eléctrico.
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