Las diferentes estrategias nacionales diseñadas por los países europeos para reducir su independencia energética de Rusia han resucitado el debate acerca del uso de la fractura hidráulica o "fracking" para la extracción de gas, una técnica prohibida en numerosos estados, incluido España.
Si primero fue el Reino Unido el que se replanteó -sin éxito- levantar el veto durante el breve mandato de Liz Truss, ahora es Alemania la que pide explotar sus propios yacimientos de gas sin poner en riesgo el agua potable, un reclamo del que recelan los grupos ecologistas, contrarios al fracking.
También conocido como fracturación o estimulación hidráulica, se utiliza generalmente para la extracción de gas natural no convencional que se encuentra en las fracturas y los poros de ciertas formaciones geológicas, como el gas pizarra o "shale gas".
En concreto, consiste en inyectar agua a grandes presiones junto con una serie de aditivos químicos, para provocar fisuras milimétricas en la roca por las que fluirá el hidrocarburo hasta llegar al pozo.
EEUU y la revolución del 'gas pizarra'
Aunque era empleado con frecuencia desde 1940 en pozos convencionales, tuvieron que pasar décadas, hasta poco después del cambio de milenio, para que la fractura hidráulica se abriera paso en la opinión pública, coincidiendo con la irrupción de las nuevas tecnologías y del concepto de innovación.
Nacida en EEUU, la "Shale Revolution" -denominada por los expertos en España como Revolución (silenciosa) del Gas de Esquisto- supuso un "cambio radical" en la situación energética internacional, como advirtió la Cátedra de Energía de Orkestra-Instituto Vasco de Competitividad.
Y es que, con las reservas descubiertas desde Texas a los Apalaches, el gigante norteamericano pasó de ser un país importador a posicionarse como exportador de gas no convencional, con proyectos de regasificación para los posteriores envíos de gas natural licuado (GNL) hacia otros territorios.
En un documento de 2013, técnicos del Parlamento Europeo estimaban que el gas de esquisto había constituido el 23% de la producción de gas de EEUU en 2010, muy por encima del 14 % que había marcado un año antes, consolidándose como una industria a seguir en plena recuperación de la crisis financiera.
Los últimos datos de la Administración de Información Energética de EEUU (EIA por sus siglas en inglés) muestran cómo, desde entonces, la producción de este hidrocarburo no convencional se ha disparado cerca de un 390% hasta 2020.
A pesar de esta permisividad, un estudio de la Red Global por los Derechos Humanos y el Medioambiente (GNHRE) admite que, en 2019, un año antes de la pandemia, se intensificaron las limitaciones al fracking para proteger el agua y la salud pública, en Oregon, Washington y Florida.
Alternativa en época de crisis en Europa
Mientras al otro lado del Atlántico Barack Obama, como presidente de los EEUU, respaldaba públicamente la técnica en 2013, Europa ya había optado por la postura contraria, con Francia como primer país en prohibir la fractura hidráulica en 2011.
Le seguiría Bulgaria en 2012; ese mismo año, Dinamarca declaró una moratoria manteniendo las licencias existentes, si bien la petrolera francesa Total acabó por abandonar su proyecto en el país escandinavo en 2015.
Pero Europa viviría en 2014 una crisis entre Rusia y Ucrania a cuenta de Crimea que también causaría tensiones -aunque menores- en el mercado del gas y del petróleo, lo que hizo que se sucedieran titulares en prensa que situaban al fracking como alternativa para asegurar el suministro en un contexto de conflicto.
Especialmente para los países del centro de Europa, más expuestos y dependientes a los combustibles rusos.
Es más, la Comisión Europea llegó a recomendar a los socios que adoptaran medidas para proteger el medioambiente de los riesgos de dicha práctica, a la par que reconoció los beneficios que ésta podía tener.
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