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El principio de neutralidad tecnológica está citado reiteradamente en la regulación de la UE sobre energía y clima, aunque sin precisar su alcance. Podemos asumir que se refiere a que el marco regulatorio, la fiscalidad, el diseño de los mercados, los estándares, los incentivos, deben ser “agnósticos” desde el punto de vista tecnológico, fomentar la investigación, la innovación y el desarrollo con reglas equivalentes, y permitir que sea la competencia la que permita alcanzar los objetivos propuestos o satisfacer las necesidades identificadas, impulsando las mejores soluciones con la senda de mínimo coste.

Se trata de un principio de eficiencia ampliamente compartido, al menos por quienes creemos que el mercado y la competencia, cuando son posibles, son poderosos instrumentos de progreso e innovación. Pero el debate y las discrepancias surgen cuando nos acercamos a la compleja realidad por múltiples razones.

Las tecnologías potencialmente competidoras están a menudo en una fase muy diferente de maduración. El extraordinario abaratamiento de la eólica y de la fotovoltaica, que están llamadas a protagonizar la transformación de la oferta mundial de energía en las próximas décadas, no se hubiera producido bajo el principio de la neutralidad tecnológica. Con una aplicación estricta de ese principio, tampoco se produciría el deseable desarrollo de la eólica marina, incluida la flotante, los gases renovables o el hidrógeno verde.

Por otro lado, los objetivos y las necesidades a satisfacer son múltiples: descarbonización, seguridad de suministro, calidad del aire, mínimo coste para los consumidores, desarrollo industrial; y la capacidad y el coste de las diferentes tecnologías para responder a cada una de esas demandas son muy heterogéneos, lo que hace complejo el diseño de los mecanismos de mercado que permitan la competencia en un terreno de juego nivelado.

Adicionalmente, en algunos casos, como en la movilidad eléctrica, la ausencia de una red de carga suficientemente extendida constituye una poderosa barrera de entrada para la competencia.

Ahora bien, la dificultad para aplicar de forma estricta el principio de neutralidad tecnológica no es una patente de corso para que la política energética se desentienda del objetivo de estimular la innovación y el desarrollo e impulsar la senda de transición energética más eficiente, al mínimo coste, huyendo de la rigidez y de la arbitrariedad.

La utilización del precio del CO2 y de una fiscalidad que internalice costes ambientales es una forma deseable de proporcionar señales económicas de mercado que penalicen los daños e impulsen de forma neutra tecnologías menos emisoras. El problema es que el nivel de precios del CO2 necesario para conseguir la descarbonización de algunos consumos fósiles sería excesivo para otros, generaría beneficios sobrevenidos para algunas tecnologías, costes injustificados e inasumibles para los consumidores, fuertes efectos redistributivos negativos, y un grave rechazo social. El precio del CO2 y la fiscalidad ambiental son instrumentos necesarios, pero no suficientes. El diseño de los mercados, las normas y estándares de emisiones, los programas de incentivos juegan también un papel fundamental.

En el sector eléctrico este debate sobre la neutralidad tecnológica se viene produciendo a propósito de si las subastas de renovables deben ser o no por tecnologías. Las diferencias de perfiles de producción, de capacidad para contribuir a la cobertura de la curva de carga del sistema eléctrico y para prestar otros servicios al sistema eléctrico, unidas a las preferencias por un mix tecnológico equilibrado y otros criterios de política energética (biomasa, hibridación, tecnologías emergentes, participación de pequeños productores, desarrollo industrial, equilibrio territorial, transición justa) aconsejan una aplicación flexible del principio de neutralidad tecnológica. Ahora bien, eso no quita para que la capacidad a subastar en las sucesivas rondas tenga muy en cuenta la evolución de los costes y de las prestaciones de las diferentes tecnologías con el fin de fomentar la senda más eficiente hacia la descarbonización.

El debate se reproduce ahora con el borrador de Orden Ministerial para la creación de un mercado de capacidad. Las necesidades de firmeza y flexibilidad del sistema eléctrico son muy complejas, difíciles de sintetizar en un solo producto. Por otro lado, la capacidad de las diferentes tecnologías de generación, de almacenamiento y de gestión de la demanda para satisfacer esas necesidades son muy heterogéneas, y con muy diferente grado de madurez tecnológica y horizonte temporal. Pretender en una sola subasta hacer el ejercicio de ficción de que pueden pujar por ofrecer un producto homogéneo las centrales de ciclo combinado, los parques eólicos y fotovoltaicos, los bombeos, las baterías y la gestión de la demanda, a base de aplicar ratios de conversión según su “firmeza” es como si, salvando las distancias, un mercado mayorista pretendiera que las peras, las manzanas, los plátanos y todas las demás frutas compitieran en una misma subasta de un producto pretendidamente homogéneo para el consumidor, “el kg de fruta”, a base de aplicar un ratio de equivalencia a cada una de ellas. La subasta sería más sencilla, el mercado, a priori, más líquido y competitivo, y se obtendría un precio único, pero la señal económica resultante no sería nada eficiente.

Creo que ese mercado de capacidad va a ser necesario, porque la señal económica del mercado de energía y de los mercados de servicios complementarios, con una producción cada vez más renovable, no va a ser suficiente para asegurar la disponibilidad de la generación firme y flexible que el sistema eléctrico necesita, ni para impulsar el almacenamiento previsto en el PNIEC, ni para el desarrollo de la gestión de la demanda. Pero ese mercado requiere, al menos en una primera etapa, tanto para el almacenamiento como para la gestión de la demanda, tratamientos diferenciados. Si la Comisión Europea quiere.

Luis Atienza fue presidente de Red Eléctrica de España.

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