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La inteligencia artificial (IA) es presentada como la gran herramienta de eficiencia del siglo XXI. Es difícil dudar sobre las aportaciones positivas que traerá en campos muy diversos y actuará como será un gran aportador allí donde sustituya ineficiencias físicas o cognitivas sin multiplicar el gasto energético, y donde la inteligencia aplicada mejore los bienes comunes (energía, salud, movilidad, conocimiento).Podría no ser tan beneficiosa cuando opere como acelerador del consumo, la desigualdad o la entropía digital, es decir, cuando más datos y más potencia no signifiquen más valor social, y si en cambio introduzca problemas éticos o de mayor consumo energético, por poner dos ejemplos.

Sin embargo, entrando en el tema energía, gobiernos, empresas y organismos internacionales la describen como un motor capaz de optimizar cadenas de suministro, reducir costes y mejorar la gestión energética. Pero detrás de este relato optimista emerge una realidad incómoda que deriva del consumo masivo de electricidad y agua que requieren los centros de datos, de la dependencia de materiales críticos y la tensión que provoca en redes eléctricas ya frágiles. La hipótesis de que la IA será un actor decisivo para la sostenibilidad convive con la sospecha de que, en su forma actual, se está convirtiendo en un depredador energético.

Según la Agencia Internacional de la Energía (AIE), en 2022 los centros de datos, la minería de criptomonedas y las aplicaciones de IA representaron alrededor del 2% de la demanda mundial de electricidad. Sus proyecciones apuntan a que esta cifra podría duplicarse entre 2026 y 2027, lo que situaría este sector al nivel de países medianos en consumo eléctrico.

Los datos de Google son aún más reveladores: una búsqueda con IA generativa consume hasta diez veces más energía que una búsqueda convencional en su buscador. El problema se amplifica con el crecimiento exponencial de servicios como ChatGPT, Copilot o Gemini. El entrenamiento de modelos como GPT-3 requirió más de 1 GWh de electricidad, equivalente al consumo anual de cientos de hogares europeos.

Además de electricidad, la IA es una gran consumidora de agua. Microsoft reconoció que el entrenamiento de sistemas junto a OpenAI en Iowa supuso decenas de miles de litros diarios para refrigerar servidores. En climas extremos, como el de Arizona, se han planteado conflictos sociales por el uso de agua para data centers mientras la población afronta restricciones.

Cuadro comparativo de consumos de IA

La localización de grandes centros de datos no es neutra. En Estados Unidos, zonas como Virginia del Norte, Texas o Minnesota han visto cómo el despliegue masivo de infraestructuras digitales tensiona las redes eléctricas locales. En algunos casos, los operadores han debido recurrir a generación con gas para cubrir picos, lo que contradice la promesa de una IA "verde".

El caso de Minnesota, donde Elon Musk proyectó instalaciones vinculadas a X (Twitter), ejemplifica la tensión: consumo concentrado, presión sobre precios y riesgo de apagones cuando coinciden picos de demanda industrial y doméstica. En Europa, Irlanda ya se plantea limitar el crecimiento de data centers porque podrían absorber más del 30% de la electricidad nacional en 2030, comprometiendo la seguridad energética.

Más allá de la electricidad y el agua, la IA depende de un ecosistema material invisible para el usuario final. Los servidores de alto rendimiento, los chips especializados (GPU, TPU) y las baterías que aseguran la resiliencia de los centros exigen litio, cobalto, cobre y tierras raras.

Lejos de desmaterializar la economía, la digitalización intensifica la extracción. Como recuerda Vaclav Smil, "lo digital no flota en el aire, está anclado en toneladas de materiales y en teravatios de energía". Jean-Baptiste Fressoz, por su parte, advierte de la ilusión tecnocrática que presenta a la IA como solución limpia, sin contabilizar las cadenas de suministro extractivas y contaminantes.

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Escenarios futuros: ¿IA como solución o problema?

Los defensores de la IA argumentan que, a medio plazo, su aportación desde la perspectiva energética será positiva:

• Optimización energética de procesos industriales y logísticos.
• Reducción de costes de mantenimiento en energías renovables mediante predicción de fallos y optimización en la producción de energía renovable.
• Eficiencia en redes inteligentes y balanceo de cargas eléctricas promoviendo y facilitando la gestión inteligente de la energía.

Sin embargo, los resultados hasta ahora son modestos. Los ahorros logrados no compensan el enorme gasto energético de entrenar y desplegar modelos de gran escala. Estamos en los albores, empezando la rampa de su despliegue como herramienta de amplia utilización. La paradoja es evidente: se promete eficiencia, pero el coste energético inicial es tan alto que la balanza ambiental permanece, de momento, en números rojos.

La trayectoria actual indica que la IA podría consolidarse como un factor de presión sobre las redes y un multiplicador de la huella de carbono global. Para evitarlo, se plantean tres medidas urgentes:

  1. Regulación de la localización y el consumo de los centros de datos.
  2. Obligación de transparencia de las grandes tecnológicas sobre sus consumos reales.
  3. Vinculación a energías renovables firmes —combinadas con almacenamiento— para limitar las emisiones asociadas.

El riesgo es claro, si no se planifica coordinadamente teniendo en cuenta los aspectos relacionados con consumos, ubicaciones territoriales, efectos e impactos deseados e indeseados, la IA se puede convertir en un nuevo potencial sector intensivo en carbono, especialmente si no se pueden garantizar fuentes renovables y limpias, justo cuando más se necesita reducir emisiones.

La inteligencia artificial promete ser un instrumento de eficiencia, pero hoy es todavía más una carga energética que una palanca de ahorro. La contradicción entre el discurso de la "IA verde" y los datos de consumo revela un choque de fondo: una tecnología diseñada para resolver problemas globales que, de momento, no aporta soluciones a la crisis energética y climática.

La pregunta queda abierta: ¿será la IA una herramienta para la transición ecológica o el nuevo motor de un consumo insostenible? La respuesta dependerá menos de la innovación tecnológica que de las decisiones políticas, planificaciones adecuadas y medidas regulatorias respecto a ubicaciones y recursos que se tomen en los próximos años. Y eso sin olvidar que se debe tener presente, como faro estratégico, aspectos claves como la calidad del empleo que generará, cómo reforzará el combate por la igualdad y la cohesión social, y cómo ayudará a no agravar las contradicciones territoriales que cada día se hacen más patentes.

Joan Ramon Morante, Catedrático de Física en la Universidad de Barcelona y director del IREC (Instituto de Investigación en Energía de Cataluña).
Héctor Santcovsky, sociólogo y politólogo, profesor asociado de la Universidad de Barcelona, especializado en desarrollo sostenible.

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