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Cuando Arias Cañete tome posesión de su cargo de Comisario de la Energía y Acción por el Clima, se encontrará una agenda marcada por importantes desafíos en curso. El más importante, a corto plazo, es la guerra abierta por el suministro y los precios del gas ruso. Una guerra que desde principios de los noventa hipoteca los intereses geopolíticos, estratégicos y económicos de la Unión Europea.

Hay que recordar que, en la actualidad, un tercio de las importaciones de gas de la Unión Europea procede de Rusia y que, de ese alto porcentaje,  casi la mitad, equivalente a 85.000 millones de metros cúbicos (bcm), llega a la UE a través de la red de gasoductos ucranianos. Unos suministros por los que la UE pagó el año pasado 250.000 millones de dólares.

El problema de dependencia del gas ruso se agrava porque la seguridad de los suministros de gas a Europa desde Rusia queda en entredicho a cada enfrentamiento de Moscú con las antiguas colonias de la URSS que pretenden emanciparse. Así ocurrió en la guerra del gas de enero de 1990 con Ucrania, que afectó a los suministros de media Europa, situación que se repite cada vez que Rusia pretende cobrar viejas facturas a sus antiguos satélites, chantajeando, de paso, al resto de naciones europeas con el corte de una energía clave en muchos países para hacer frente a los rigores del invierno. De ahí que diversificar las fuentes de suministro de gas y descongestionar las vías de conexión para la circulación del gas ruso sea una alarma marcada en la agenda del nuevo comisario.

La cuestion es que, a la hora de buscar solución a estos problemas, Arias Cañete está atado de pies y manos. Condenado a jugar, a corto plazo,  con las  cartas marcadas. Primero, porque la UE ha fracasado rotundamente cada vez que ha intentado abrir el mercado interior del gas natural a nuevos suministradores. El abandono del proyecto Nabucco, que pretendía liberar del control de Rusia los yacimientos de Asia Central, con una capacidad de suministro de 30.000 m3, y acercarlos a Europa, ha hipotecado nuestra capacidad real de diversificación. Rusia desbarató la propuesta americana y las consecuencias, una vez más, las pagamos los europeos. Lo más grave del caso, es que el aborto de la operación casi nos pasó desapercibido. Como en la ópera de Verdi, la belleza de los coros ocultó a nuestros ojos los tintes sombríos que amenazaban el horizonte anunciado de una canción  desesperada: nuestra condena a la dependencia de suministro del gas ruso.

A partir de ese sueño frustrado, salvo algunos proyectos domésticos de menor entidad, la UE ha renunciado a buscar alternativas que garanticen nuestra independencia de suministros. Y , a falta de una auténtica política energética que vele por los intereses comunitarios, determinados países, con capacidad de decisión. nos han impuesto al resto sus propios intereses como solución a nuestros problemas. Este ha sido el caso de la entrada en funcionamiento del gasoducto Nord Stream, a través del Báltico, más conocido como el gasoducto ruso-alemán, o el South Stream, que traza vías alternativas de suministro del gas ruso, a través del Mar Negro, para Bulgaria, Serbia, Hungría, Eslovenia, Austria, Grecia, Albania e Italia. Dos proyectos que, sin duda, contribuirán a descongestionar los suministros de gas de Rusia, pero que a corto, medio y largo plazo incrementan nuestra dependencia de suministros de Rusia.

El problema añadido para buscar alternativas a esta política de dependencia es que los gasoductos son obras complejas, caras y lentas de construir, y que, al contrario de los barcos, no se pueden redireccionar, por lo que la carencia de infraestructuras limita evidentemente el acceso a determinados mercados.

Esta situación condiciona nuestra capacidad de negociación de unos precios competitivos. Hasta la fecha Rusia, fiel a su política del divide y vencerás, impone a cada país, por separado,  tarifas de precios individualizadas, en detrimento de la capacidad de gestión comunitaria. Una situación que habrá que reconducir mejor antes que después.

Claro que nos queda el recurso al GNL, muy  limitado en la actualidad, por el alza de precios, aunque la disponibilidad de una capacidad de instalaciones de regasificación pueda utilizarse coyunturalmente para hacer frente a situaciones límite.

Como contrapartida, la UE juega con la ventaja de que la economía rusa depende en buena medida de las exportaciones de gas y petróleo. En la actualidad, un cincuenta por ciento del presupuesto de Rusia se cubre con el valor de esas exportaciones. Y una parte importante de esa factura, como ya se ha apuntado, la pagamos los europeos. Pero eso no quiere decir que podamos sobrevalorar nuestras posibilidades de negociación. Hay estudios estratégicos que anuncian que, mal que bien, Rusia podría vivir un año sin el importe de esas ventas, en tanto que nosotros, los europeos, solo aguantaríamos treinta días  sin esos suministros. Y eso sin contar con los rigores del invierno. Además, para atenuar esos riesgos, Rusia está reequilibrando su balanza energética buscando nuevos socios  en los mercados orientales. El reciente contrato de suministro por veinticinco años firmado con China, por el que Rusia ha recibido un anticipo record de 60.000 millones de dólares, es un ejemplo concluyente.

Ya adelantábamos que la Guerra del Gas, primero de los desafíos a los que deberá hacer frente Arias Cañete, nuevo Comisario de Energía y Acción por el Clima, era una cuestión tan apremiante como compleja. Pero, más allá de estas consideraciones, hablando en términos energéticos globales, el problema no es tanto la capacidad efectiva de diversificación de suministro, sino la voluntad política real de desarrollar una política energética europea independiente que contribuya eficazmente al desarrollo de una actividad económica competitiva, cuestión que desarrollaremos en los próximos capítulos.

Miguel Ángel Pérez Marqués es periodista, consultor y miembro del Consejo Editorial de El Periódico de la Energía

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