El pasado 29 de octubre de 2024, la Comunidad Valenciana vivió una de sus jornadas más trágicas lamentablemente. Una Depresión Aislada en Niveles Altos (DANA) azotó ciertas zonas de Valencia con una fuerza descomunal, dejando un rastro de destrucción que no se borrará fácilmente de nuestra memoria. Las escenas de coches arrastrados por torrentes incontrolables, barrios completamente anegados y familias evacuando con lo puesto se han convertido, lamentablemente, en una imagen recurrente en nuestra comunidad. Es una realidad dura que no solo muestra nuestra vulnerabilidad, sino que subraya la urgencia de actuar de manera decisiva ante el cambio climático.
El Mediterráneo, nuestro mar que ha dado tanto a la vida y la economía de la Comunidad Valenciana, se ha convertido en un motor de fenómenos extremos. Este año, las aguas alcanzaron los 28 °C, tres grados por encima de la media histórica. Es un incremento alarmante que no solo afecta la biodiversidad, sino que alimenta tormentas como la que acabamos de sufrir. Cada grado de calentamiento del agua hace que la atmósfera retenga un 7% más de humedad, lo que se traduce en lluvias torrenciales de una magnitud que nunca habíamos experimentado antes. Estas no son simples estadísticas; son pruebas reales de un planeta en crisis, y aquí, en la Comunidad Valenciana, estamos viviendo las consecuencias de primera mano.
Recuerdo perfectamente la DANA de septiembre de 2019, cuando la Vega Baja (Sur de Alicante) fue devastada por lluvias que superaron los 543 litros por metro cuadrado en apenas 48 horas. Fue un desastre sin precedentes en 140 años, con un coste económico que superó los 1.300 millones de euros y dejó una marca imborrable en nuestras vidas. Las imágenes de aquella catástrofe siguen vivas en mi mente: el río Segura desbordado, casas destruidas y vecinos rescatados de los tejados mientras las aguas arrastraban todo a su paso. En aquella ocasión más de 450 personas tuvieron que ser evacuadas en operaciones desesperadas, pero, a pesar de todo, la solidaridad de la personas fue importante para sobrellevar aquellos días de incertidumbre.
Esa experiencia realmente debería habernos preparado mejor, pero cinco años después, aquí estamos nuevamente, enfrentando otra DANA que ha expuesto las mismas debilidades y con mayor estragos. Esta vez, la DANA de 2024 ha tenido un impacto devastador en nuestras infraestructuras, y la red eléctrica de la Comunidad Valenciana ha sido uno de los sectores más golpeados. Red Eléctrica de España reportó la caída de 21 torres de alta tensión en Catadau y daños severos en otras siete, dejando a más de 30.000 hogares sin electricidad. La subestación de Quart de Poblet, un nodo necesario para el suministro del área metropolitana de Valencia, se vio completamente inundada, complicando aún más las labores de reparación y recuperación.
Daños en la red eléctrica y generación renovable
Para el 31 de octubre, 23.000 personas seguían sin electricidad, a pesar de los esfuerzos heroicos de las cuadrillas de Iberdrola y los equipos de emergencia. Imagina la realidad de los hospitales que dependen de generadores diésel para operar: las unidades de cuidados intensivos, los quirófanos y las incubadoras de neonatos funcionaron al borde de la desesperación, con la esperanza de que esos generadores no fallaran. Esta situación es inaceptable y muestra claramente que nuestro sistema eléctrico no está preparado para soportar fenómenos climáticos de esta magnitud. Necesitamos más que simples reparaciones; necesitamos redes eléctricas resilientes, con líneas críticas soterradas en las zonas más vulnerables y tecnologías de generación y almacenamiento descentralizadas.
La transición hacia las energías renovables, un pilar necesario para un futuro más limpio y seguro, también ha mostrado sus puntos débiles. Los parques eólicos de Cofrentes y Requena, que deberían haber proporcionado energía en un momento crítico, tuvieron que ser desconectados por seguridad. Las ráfagas de viento dañaron las palas de las turbinas, y los terrenos saturados de agua provocaron el colapso de algunas torres. En un instante en el que la red necesitaba más energía, la producción eólica cayó estrepitosamente. En Villena, más de 50 hectáreas de paneles solares quedaron sumergidas bajo el barro, inutilizando los sistemas de generación fotovoltaica. Los inversores y transformadores han sufrido daños irreversibles, y la producción de energía solar se ha reducido a menos del 20% de su capacidad habitual, y esto solo por nombrar algunos casos.
Estos desafíos nos obligan a pensar en cómo podemos hacer que nuestras instalaciones energéticas renovables sean más resistentes. La solución no es abandonar la transición energética, sino reforzarla: invertir en tecnologías que puedan soportar condiciones meteorológicas extremas, como paneles solares flotantes en embalses que puedan adaptarse a las inundaciones, o turbinas eólicas diseñadas para ráfagas de viento más intensas. Tenemos el conocimiento y la capacidad, pero necesitamos voluntad política y un compromiso a largo plazo.
Micolas
04/11/2024