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Fiel a su cita  veraniega, la Agencia Internacional de la Energía acaba de disparar las alarmas: la ineficiencia energética de los dispositivos electrónicos costó en 2013, sólo en el área de la OCDE, 80.000 millones de dólares (58.000 millones de euros).

La AIE evalúa en 616 TWh el consumo de estos dispositivos, con un desperdicio de 400 TWh, equivalente a un 65% del total. Y subraya que la ineficiencia de algunos equipos es de tal magnitud que algunos aparatos consumen más energía cuando están inoperantes que cuando se conectan a la red.

Por si todo esto fuera poco, la Agencia  añade que el ahorro equivalente a tanta ineficiencia permitiría parar doscientas centrales de carbón y reducir en 600 millones de toneladas las emisiones de CO2.

La AIE concluye su informe con un tímido llamamiento a los gobiernos de los países miembros de la OCDE para que la política energética y la tecnología vayan de la mano en beneficio de una mayor eficiencia energética. Dicho lo cual, los tecnócratas de la AIE parecen darse por satisfechos y , al tiempo que hacen sus maletas, nos desean unas felices vacaciones de verano. Ni siquiera nos aclaran si durante el tiempo de descanso apagarán sus ordenadores, teléfonos móviles y otros dispositivos electrónicos ociosos.

De ahí que recibamos con alta dosis de escepticismo este nuevo llamamiento de la AIE, que, si no nos equivocamos, volverá a caer en el saco roto de la inoperancia. Porque decir a estas alturas que la política energética y la tecnología deben ir de la mano es decir muy poco. Ambos factores deberían orientarse al servicio de la reactivación económica y del progreso social.

Y para conseguirlo no estaría de más empezar por exigir que cada aparato electrónico incluya un certificado de una empresa independiente del fabricante que califique su ratio de eficiencia energética, tal y como hace tiempo se exige a los fabricantes de otros sectores como los electrodomésticos o la industria de la automoción.

Mientras esta normativa no se aplique a las nuevas tecnologías de  las comunicaciones con la misma exigencia que en otros sectores, la AIE seguirá predicando en el desierto, los fabricantes campando a sus anchas y los consumidores… pagando los platos rotos de tanto despilfarro.

Cierto es que para este viaje no se necesitaban alforjas. Más allá de la validez empírica de los datos del informe, lo que nos preocupa es su escasa transcendencia. El deterioro de la imagen de la AIE es de tal magnitud que debería plantearse un nuevo reto para la_ rentré_ del verano: redactar un nuevo informe evaluando la energía física y mental que ahorraríamos si se suprimiera la Agencia Internacional de la Energía.

Miguel Ángel Pérez Marqués, periodista y miembro del Consejo Editorial del Periódico de la Energía.

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