El pasado 28 de abril, a las 12:33h, el sistema eléctrico peninsular se vino abajo. El evento, calificado como “excepcional”, dejó sin suministro a millones de ciudadanos en cuestión de segundos. Desde entonces, los titulares han apuntado hacia una causa singular: una “vibración atmosférica inducida” que afectó la estabilidad de la red. Pero, si algo hemos aprendido del sistema eléctrico, es que los grandes fallos rara vez tienen una única causa. Lo que hay, casi siempre, son concausas.
Y por eso, permitámonos —con todo el rigor y también algo de ironía— jugar al juego de la porra. No para acertar la causa definitiva, sino para poner sobre la mesa las muchas piezas de un sistema que, cuando se desajusta, lo hace en cadena.
¿Y si el problema no vino del cielo, sino del suelo?
La narrativa climática tiene su atractivo. Pero junto a la excepcionalidad del fenómeno atmosférico, conviene mirar hacia abajo, a las infraestructuras de distribución donde cada vez volcamos más energía sin haberlas adaptado a los nuevos usos.
Durante décadas, las redes de distribución fueron diseñadas para transportar electricidad en una única dirección: desde grandes centrales a los consumidores. Hoy, sin embargo, se enfrentan al reto de gestionar generación distribuida, intermitente y bidireccional, con un parque fotovoltaico creciente y una electrificación acelerada.
¿Están preparadas? La realidad es que muchas de estas redes son obsoletas, tecnológicamente limitadas y escasamente digitalizadas. No tienen sensores, no tienen visibilidad, y tampoco la capacidad de reaccionar ante situaciones complejas de flujo inverso, picos de producción o inestabilidades en la frecuencia.
Redes frágiles, fallos amplificados
Aunque la causa última del apagón esté en una oscilación térmica externa, es posible que la debilidad estructural de la red de distribución haya actuado como amplificador. Sobretensiones, armónicos, desconexiones no sincronizadas… Son síntomas comunes cuando una red mal adaptada recibe energía de forma no prevista. En suma: no es que una red frágil cause un apagón por sí sola, pero sí puede facilitar que una perturbación puntual se convierta en un fallo sistémico.
Por tanto, es urgente realizar auditorías técnicas independientes sobre el estado de las redes de distribución. Saber cuánta energía pueden soportar, hasta qué punto toleran inyecciones no previstas, cómo reaccionan ante fluctuaciones extremas de tensión o frecuencia, y en qué grado se cumplen hoy los estándares mínimos de seguridad operativa.
Sin diagnóstico no hay prevención. Y sin prevención, la transición energética se convierte en un salto sin red.
Renovables, sí. Pero con redes a la altura
La aceleración renovable en España ha sido ejemplar en muchos aspectos. Pero también descompensada. Mientras se multiplican las instalaciones solares y eólicas, las inversiones en redes no han seguido el mismo ritmo.
El resultado: cuellos de botella, limitaciones de vertido, problemas de calidad de suministro… y en el peor de los casos, fallos como el del 28 de abril. La coexistencia entre el nuevo modelo de generación y las viejas redes exige algo más que voluntad: exige planificación técnica, regulación clara y financiación estable.
Es hora de remodelar... con datos
La planificación de nuevas inversiones en redes debe ir acompañada de auditorías estructurales periódicas, integradas en la supervisión regulatoria y transparentes para el conjunto del sistema. Conocer las capacidades reales de cada tramo de red no puede ser un ejercicio interno de cada operador. Tiene que ser una base compartida para la seguridad del sistema.
Y, desde luego, estas inversiones no pueden seguir posponiéndose. La vía para financiarlas es conocida: los peajes de acceso a las redes. Lo que falta es determinación para priorizar lo invisible: la red. Porque sin ella, no hay transición posible.
Conclusión: no juguemos solo a adivinar, empecemos a planificar (con conocimiento)
El apagón del 28A debe marcar un punto de inflexión. Más allá de las causas puntuales, ha dejado en evidencia una verdad incómoda: nuestra red eléctrica, tal como está hoy, no es inmune a los desafíos del siglo XXI.
Quizá el cielo haya desencadenado el apagón. Pero el suelo sobre el que se apoya nuestro sistema eléctrico es lo que puede evitar —o permitir— que vuelva a repetirse.
La respuesta no está solo en más generación o más digitalización, sino en auditar, reforzar y financiar una red de distribución que aguante lo que viene.
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